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						4. Teorías de la interpretación 
						 
						4. 1. Los avatares de la hermenéutica 
						Situarse frente a una obra de arte en general, en nuestro caso, un poema, significa
						colocarse en actitud de comprender, de acercarse al enigma de su posible sentido
						(o sin sentido). Las llamadas “teorías de la interpretación”, a pesar
						de sus múltiples diferencias, podrían coincidir en aquellos versos
						de un soneto de Quevedo que constituyen, a la vez, una definición y un elogio
						de la tarea de la lectura. Rezan así: 
						 
						Vivo en conversación con los difuntos 
						y escucho con mis ojos a los muertos 
						 
						La lectura hermenéutica, en sentido genérico, es la que coloca al lector
						frente al autor (ausente o muerto). Y prestando oídos a la etimología
						del término, la voz griega µ¡ºSOµp± significa
						“expresión de un pensamiento”, pero también “aclaración”, “explicación”;
						es decir, “interpretación” del mismo. Así aparece en Platón,
						en el tramo inaugural de la filosofía occidental. Pero si nos remontamos más
						allá de Platón, hasta el origen mítico de este término,
						encontramos que el dios Hermes es el mensajero de los dioses, el que transmite los
						recados de los dioses entre sí , pero también de los dioses a los hombres.
						Así fue como el término hermenéutica estuvo reservado durante
						mucho tiempo a la lectura, en exclusiva, de los textos sagrados, es decir, que dicho
						término aludía a la necesidad de incorporar el mensaje revelado a la
						vida de los creyentes. El desarrollo de esta modalidad restrictiva tuvo su apogeo
						en el siglo XVI, aplicada por los luteranos a las Escrituras. Volviendo a los versos
						de Quevedo, el lector (ahora el creyente) se ha de situar ante el mensaje del autor
						(divino). En épocas posteriores el sentido de este término se desacraliza,
						y pasa a significar “interpretación” de cualquier texto u obra de arte, en
						general. 
						La historia de las teorías de la interpretación es larga, pero no deseo
						hacer un inventario de ellas, sino que me he propuesto no remontarme más allá
						del Romanticismo. Dos autores de esta época, Herder y Schleirmacher, pueden
						considerarse como los iniciadores de la tradición hermenéutica contemporánea,
						entendida como una reflexión sobre el ser de la comprensión
						de textos del pasado. En Herder se encuentran en germen algunas ideas como “distancia
						temporal”, “precomprensión” y “círculo hermenéutico”, que demandan
						para la lectura de un texto una prolongación del pasado en el presente; ideas
						que en Gadamer recibirán un tratamiento más amplio y específico,
						como tendremos ocasión de comprobar. 
						Schleiermacher (1768-1834) sentará las bases para una teoría general
						de la comprensión, en la cual dicho término significa “comprenderse
						dos”. El lector o intérprete se enriquece, se comprende a sí mismo
						(autognosis) a través de la comprensión del otro, es decir, a través
						de un rodeo por la heterognosis. El proceso consiste fundamentalmente en una Nachbildung,
						entendiendo esta palabra como “reconstrucción” e “imitación” de
						lo que haya de personal y especifico en el autor del texto. El elemento que comparten
						es el lenguaje, común al autor que estamos leyendo, a otros autores
						y por supuesto, al intérprete. El lector conecta o empatiza con el texto porque,
						de alguna manera, se reconoce en él, el texto del que nos enamoramos es aquel
						en el que volvemos a aprender lo que ya sabíamos, por narcisismo identificatorio,
						dirá años más tarde Freud.  
						Después del Romanticismo, podría considerarse que la hermenéutica
						sufre un eclipse, debido a las corrientes de signo positivista, cuya preocupación
						en exclusiva sería el estudio de las llamadas “ciencias de la naturaleza”.
						Pero vuelve a aparecer con W. Dilthey (1833-1911), heredero, por una parte, del idealismo
						romántico, y por otra del historicismo positivista y de las llamadas filosofías
						de la vida. Este autor es considerado el fundador de la corriente denominada Geistesgeschichte,
						“Historia del espíritu”, cuya filiación con la Fenomenología
						del espíritu de Hegel es evidente. Si el Positivismo vinculaba al hombre
						con la naturaleza, del que es parte, Dilthey lo vincula con la historia, que es el
						constituyente fundamental del ser del hombre. Pero la diferencia es que los positivistas
						intentan explicar los hechos de la naturaleza, a través de la observación,
						la formulación de hipótesis y su comprobación, y Dilthey intenta
						comprender los hechos del espíritu, que son de naturaleza diferente.
						Los hechos espirituales no nos son dados, como los procesos naturales, a través
						de un andamiaje conceptual, sino de un modo real, inmediato y completo, son aprehendidos
						en toda su realidad. Esto quiere decir que cada hecho “histórico y espiritual”
						sólo puede ser comprendido incardinado dentro de un Lebenszusammenhang,
						término de difícil traducción que significa algo próximo
						a “síntesis vital”, o “complexo de la vida”. Este complexo, siempre abierto
						y nunca concluso, nos advierte de la riqueza de la vida anímica, cuya comprensión
						sólo es posible por interconexión de todas las vivencias no solamente
						individuales, sino también sociales y, desde luego, históricas. Si
						aplicamos estos presupuestos a la interpretación de un texto, nos encontraremos
						con que su comprensión, y por lo tanto su sentido sólo es posible
						si lo incluimos en el complexo de la vida.  
						Estamos ante una nueva “caja de herramientas”, como denomina Foucault a todo instrumental
						terminológico y conceptual para interpretar un texto. Pero, a pesar de lo
						aparentemente novedoso de la caja, encontramos pensamientos muy próximos a
						los de Schleiermacher. Si para este representante de la hermenéutica el acto
						de comprender significa “comprenderse dos”, comprenderse a uno mismo al comprender
						al otro, en Dilthey la comprensión se produce a partir del Erlebnis, término
						traducido por Ortega y Gasset como “vivencia”. Y la vivencia significa que hemos
						de implicarnos o de identificarnos con el autor del texto interpretado. La comprensión,
						vuelve a ser, como en Schleiermacher autognosis vivificada por la heterognosis.
						 
						Para el tema que nos ocupa, la interpretación de poesía, el concepto
						diltheano de vivencia es clave, ya que se trata de una vivencia superior que conecta
						el lector con la “poderosa realidad efectiva de la vida anímica” del poeta.
						En su libro La vivencia y la poesía (1906) se ocupa de cuatro grandes
						poetas alemanes: Lessig, Goethe, Novalis y Hölderlin, interpretados como cuatro
						vivencias excepcionales del pasado que constituirían los correspondientes
						escalones de la “historia del espíritu” que él quiere reconstruir.
						 
						 
						4. 2. Hermenéutica : “comprensión” y sentido  
						De las diversas escuelas que seguirían la senda marcada por los autores
						anteriormente tratados, voy a elegir dos de ellas, y después de un recorrido
						somero por los contenidos respectivos, intentaré una contraposición,
						de la que adelanto intencionadamente el final. La controversia versará sobre
						la oposición enigma y sentido. La hermenéutica defenderá
						que la meta de toda interpretación es la comprensión del sentido, la
						llamada “estética de la negatividad” prefiere quedarse en el camino del proceso
						de los reiterados intentos fracasados de comprensión. Con lo cual la obra
						de arte conservará siempre el carácter de enigma, un significado velado
						y secreto del que hablaban dos grandes poetas: Mallarmé y su discípulo
						y admirador Paul Valery. Oigamos las palabras del primero, que podían haber
						sido subscritas también por el segundo:  
						 
						Ha d' haver-hi alguna cosa d'ocult al fons de tots; crec fermement en alguna cosa
						abscòndita, significat clos i amagat, que habita en el comú  
						 
						Podría estar hablando de ese misterio encerrado en el fondo de las palabras
						y las cosas, “elevado por la mano obstinada del poeta a la superficie clara del lenguaje
						común”. Descenso y ascensión que ha de recorrer el lector de los versos,
						acompañando al poeta en su vivencia creadora, pero con la consciencia de que
						los intentos de interpretación están siempre infinitamente aplazados.
						 
						H. G. Gadamer (1900- ) es el representante de la primera corriente a la que aludíamos
						como escuela hermenéutica. Y la razón de esta elección
						es por la importancias de sus reflexiones, hasta tal punto que el término
						hermenéutica está unido hoy, de manera inevitable, a su nombre, estemos
						o no de acuerdo con sus propuestas. Pero para entender a este autor, que desarrolla
						sus problemas dentro de un horizonte ontológico y cuya tarea él mismo
						denomina “hermenéutica filosófica”, hemos de aludir a Heidegger, del
						que fue discípulo y muchas de cuyas ideas repiensa.  
						La idea del autor de Sein und Zeit (1951) que nos interesa desarrollar es
						la del “comprender”, cuyo significado es radicalmente diferente de los de Schleiermacher,
						Dilthey, o los teóricos de la literatura que siguieron sus análisis.
						Para todos ellos dicha noción estaba vinculada a la epistemología o
						la metodología, aplicables a las ciencias del espíritu. El giro radical
						que aparece en Ser y tiempo es que la “comprensión” es de carácter
						ontológico, en su terminología es un “existenciario”, que pertenece
						a la estructura ontológica del Dasein (Existencia o Ser-ahí).
						Por lo tanto, el comprender no es una actividad, entre otras, del Dasein,
						de la existencia humana, “sino el modo fundamental del ser del “ser-ahí”
						y sigue diciendo “su ahí, quiere decir, en primer término: el mundo”,
						entendiendo por mundo no aquel conjunto de seres y cosas que lo rodean y están
						fuera de él, sino lo que define como “el estado de abierto”, es decir, que
						el hombre, por su propia constitución ontológica está ante las
						múltiples posibilidades que le ofrece el mundo, el Dasein es ya “ser-en-el-mundo”.
						En definitiva, haciendo una síntesis forzada, para Heidegger el problema de
						la comprensión no es un asunto relacionado con el conocer el sentido de algo,
						sino que es anterior a la propia separación sujeto-objeto, yo-mundo, porque
						el hombre, como existencia temporal, es ya desde siempre “ser-en-el-mundo” que despliega
						en el proyecto su “ser-ahí” como “poder-ser”, abre su horizonte de posibilidades
						en la comprensión.  
						La hermenéutica filosófica de Gadamer, siguiendo los pasos de Heidegger,
						considera que el “comprender” no es un acto que realiza el hombre, entre otros actos
						igualmente importantes, sino la esencia misma del hombre; por lo tanto, reflexionar
						sobre el ser de la comprensión es pensar acerca del ser mismo del hombre,
						es hacer ontología. Su hermenéutica consistiría en poner
						de relieve lo que llama el “acontecer” de la verdad y el método que debería
						seguirse para desvelar este acontecimiento. Su texto fundamental lleva por título
						precisamente Wharheit und Methode (1960) en el que trata de dilucidar la experiencia
						de la hermeneusis, que para él es un acontecer histórico, concretamente
						el acontecer de la tradición. Oigamos sus propias palabras, en el Prólogo
						de su segunda edición, en el que hace una declaración de principios: 
						 
						No era mi intención componer una “preceptiva” del comprender como intentaba
						la vieja hermenéutica. No pretendía desarrollar un sistema de reglas
						para describir o incluso guiar el procedimiento metodológico de las ciencias
						del espíritu (...) mi verdadera intención era y sigue siendo filosófica.
						 
						 
						La cuestión filosófica a la que alude será, siguiendo a Kant,
						el preguntarse sobre las “condiciones de posibilidad”, no de la experiencia como
						aquél, sino del ser de la comprensión. Así pues, la pregunta
						es la siguiente: ¿Cómo es posible la comprensión?, entendiendo
						la comprensión, como decíamos con anterioridad, como el constituyente
						esencial del Dasein, según la analítica temporal del “ser-ahí”.
						Dicho de otra manera: rastrear y mostrar lo que es común y universal a toda
						manera de comprender, y no entendiéndola como un comportamiento subjetivo
						particular respecto a un objeto dado.  
						Analizaremos brevemente, a continuación una serie de “condiciones de posibilidad”
						que hacen posible la comprensión : los prejuicios, el círculo hermenéutico
						, la tradición, la distancia temporal, el espacio hermenéutico, y la
						diversidad y fusión de horizontes. 
						El tema de los prejuicios, y su lucha contra ellos, era un viejo empeño
						de los ilustrados. Según Gadamer, este postulado es ya un prejuicio, porque
						el prejuicio no es una adherencia que se encuentre en el intérprete, sino
						que pertenece a la “verdad” de la cosa interpretada. Por tanto, los prejuicios, junto
						con la tradición, entendida como autoridad de los clásicos, son condiciones
						de posibilidad del acto de comprender. Este acto comienza con una “pre-comprensión”
						que son las expectativas determinadas con las que el intérprete va siempre
						a un texto determinado del pasado.  
						Relacionado con el concepto de la “tradición” aparece la noción de
						círculo hermenéutico, ya tratado en la hermenéutica clásica,
						como relación inevitable entre el “todo” y las “partes”. En la interpretación
						de un texto, una parte de él no puede entenderse a menos de referirla al texto
						en general, que, a su vez, confiere significación a la parte. Gadamer la aplica
						a un texto de la tradición (el todo) cuya interpretación constituiría
						una parte de ella, la cual vuelve a exigir el todo de la tradición. Con lo
						cual se abrocha el círculo. Tanto para este autor, como para su maestro Heidegger,
						el círculo hermenéutico es función del carácter finito
						de la existencia humana (Dasein). Este es un aspecto crucial, que no debemos
						pasar por alto, ya que Gadamer, a partir del concepto de finitud, intenta llevar
						a término su crítica más importante a la hermenéutica
						histórica de Dilthey, que a pesar de todos sus esfuerzos por oponerse al pensamiento
						de Hegel en el cual  
						 
						“el núcleo de todo acontecer es la necesidad del concepto, no pudo evitar
						hacer culminar a la historia en una historia del espíritu”  
						 
						Podríamos leer en estas palabras una crítica al Espíritu absoluto
						hegeliano, aún latente en Dilthey, al concebir la historia como totalidad
						de sentido espiritual. Gadamer, sin embargo, concibe la historia de la tradición
						desde una perspectiva ontológica y la define como “momento efectual del propio
						ser”. Es decir, el ser “se da” en distintas épocas históricas y cada
						una de ellas es una “acontecimiento” del ser. También esta idea se la debe
						a Heideigger 
						Analizados estos elementos ya podemos responder a la pregunta : ¿Cómo
						se produce la comprensión? Por un encuentro ontológico entre la tradición
						(el todo) y la interpretación realizada por el Dasein, que por su carácter
						de finitud representaría a la parte, pero que posee un carácter universal
						al representar la existencia humana. La relación entre todo y parte sería
						la de una remisión circular mutua de complementariedad. ¿Círculo
						vicioso?, muchos intérpretes así lo han considerado. 
						La siguiente característica que examinaremos es la de distancia temporal.
						La comprensión ha de estar dirigida a textos del pasado, ésta es la
						condición de posibilidad de su interpretación. De tal manera que un
						texto contemporáneo tiene mayores dificultades de interpretación. ¿Por
						qué? Porque adolece de la citada distancia que abre el espacio hermenéutico,
						que es la conjunción de extrañeza y familiaridad con la tradición.
						Parece que Gadamer está sugiriendo dos movimientos para la interpretación
						de un texto: uno de extrañeza o enajenación que permita el necesario
						distanciamiento del texto, y otro de confianza o pertenencia, para habitar en su
						interior. En el “entre” de ambos movimientos se halla el lugar de la interpretación.
						 
						No sería conveniente interpretar la idea de “distancia temporal” en el sentido
						común de “paso del tiempo”. No es que el tiempo “pase” y que el hombre, de
						modo irremediable, esté sometido a sus vicisitudes. Para entender esta idea
						en Gadamer, hemos de volver a tener en cuenta su filiación heideggeriana,
						es decir: la existencia del hombre (Dasein) es constitutivamente temporal
						e histórica, según los análisis de Ser y tiempo. Y desde
						esta perspectiva ontológica es desde dónde tiene sentido que interpretemos
						otra de las condiciones de posibilidad de la comprensión, que estamos analizando.
						Me refiero a la idea de diversidad de horizontes, como lo que distingue o
						distancia al autor de un texto y su intérprete. El horizonte hermenéutico
						estaría constituido por lo que se puede interpretar en cada momento del despliegue
						histórico de la tradición, y en cada caso queda modificado el horizonte
						del lector. Si esta distancia entre autor e intérprete fuese insalvable, no
						habría comprensión posible, sólo habría extrañeza
						y no familiaridad, por tanto no habría “espacio hermenéutico”. Pero
						lo que permite que la comprensión se de es lo que llama la fusión
						de horizontes entre la perspectiva histórica del autor y la de cada intérprete,
						siendo el fundamento de dicha fusión el lenguaje que ambos comparten,
						el cual constituye la reserva última de sentido.  
						Como conclusión podríamos decir que si se cumplen todas las condiciones
						enunciadas, se llega a la verdad de la obra interpretada, la meta de la hermenéutica
						gadameriana concluye en la comprensión del sentido.  
						 
						4. 3. Estética de la negatividad: 'oscilación' y enigma 
						La denominación “estética negativa” no aparece, de manera explícita,
						en ninguno de los autores de los que nos ocuparemos ahora, a diferencia del empeño
						de Gadamer en nombrar y definir la corriente hermenéutica, de la que se siente
						arquetípico representante en la contemporaneidad.  
						Dicha designación se la debemos a Christoph Menke (1958), filósofo
						y teórico de la literatura, que en su libro, generoso en tesis y riguroso
						en el desarrollo de las mismas: La soberanía del arte: la experiencia estética
						según Adorno y Derrida, (1991) intenta una lectura de la teoría
						adorniana, en diálogo y confrontación con otras teorías estéticas
						contemporáneas. Nosotros trataremos a dos representantes de la estética
						de la negatividad: a Adorno, un filósofo que reflexiona sobre la obra de arte,
						y a un poeta, Paul Valery; pero no nos ocuparemos de la obra poética de este
						último, sino de sus reflexiones teóricas sobre el arte, pero especialmente
						sobre poesía. La diferencia formal y expresiva entre ambos corresponde, según
						nuestra lectura, a sus quehaceres respectivos de filósofo y de poeta. El lenguaje
						de Adorno es seco, rige en su forma de expresión el rigor conceptual, pero
						a pesar de los múltiples senderos por los que transita su fecundo pensamiento,
						asistemático, en apariencia, llega siempre a la meta que en el principio se
						había propuesto. Por el contrario, el lenguaje de Valery no tiene el tono
						desabrido de aquel filósofo, ni su dificultad de comprensión, sino
						que es un lenguaje sencillo y directo, cincelado cuidadosamente como su poesía,
						y creo que sus mayores logros expresivos son su continua recurrencia a la metáfora,
						herramienta de poetas. A pesar de que me estoy refiriendo al uso de la metáfora
						como sustento de su reflexión teórica, por bien que de teoría
						poética. De una de estas metáforas nos ocuparemos en las páginas
						que siguen. 
						El primer rasgo que destacaremos de la llamada estética negativa es que no
						tiene una meta en la que culminar el camino de la comprensión de la obra de
						arte. Y ello parece en sí mismo paradójico, ya que si pretende ser
						una teoría de la interpretación, debería ofrecer la posibilidad
						de lograr un sentido. La hermenéutica así lo había entendido.
						Sin embargo, la estética negativa prefiere demorarse infinitamente en el proceso
						de los intentos de comprensión, la propia experiencia estética se caracteriza
						por su carácter procesual. El aplazamiento es la lógica interna de
						la experiencia estética. 
						A Valery probablemente le disgustaría, en grado sumo, la inclusión
						de su teoría poética en la estética negativa, o en cualquier
						otro tipo de escuela o clasificación. Tiene buen cuidado, en cada uno de sus
						conferencias o ensayos, de advertir que su reflexión parte de su propia experiencia,
						su observación personal, su punto de vista singular. Intentaremos, a pesar
						suyo, dicha inclusión.  
						Comenzaremos por el que llama su principio individual, que consiste en que
						en cualquier materia que aborda, comienza por el principio, rehace todo el camino;
						como si nadie, antes que él, lo hubiese transitado. Ahora es el caso de su
						teoría poética y parece obvio que investigar el origen de la poesía
						lleva de suyo comenzar por una reflexión sobre el lenguaje, sobre el significado
						de las palabras. Buscando la complicidad del lector, propone una observación
						sobre el lenguaje común. Por ejemplo, la palabra “tiempo” no tiene ninguna
						dificultad en ser comprendida cuando “está enganchada en el tren rápido
						de una frase ordinaria” , así ocurre cuando decimos “hace buen tiempo” o “no
						has llegado a tiempo para la función”. Sin embargo, si la sustraemos de su
						función momentánea y nos preguntamos acerca de su sentido, pasa a ser
						objeto de profunda meditación filosófica: abismo, tormento del pensamiento,
						enigma insondable. En el lenguaje poético ocurre algo similar. Pasemos
						ahora a otro ejemplo para aclararlo. Tomemos la palabra “culpable”. Si se pronuncia
						como final de un veredicto, su efecto inmediato en el acusado es la desesperación,
						porque se ha producido la comprensión del sentido. Y en ese momento
						la palabra queda abolida, ha cumplido su función, el efecto ha devorado la
						causa. No sucede lo mismo cuando esa forma sensible, esa palabra, actúa
						en el interior de unos versos, como aquellos del comienzo de la tercera Elegía
						de Duino de Rilke  
						 
						Una cosa es cantar a la amada. Otra, ay, 
						a aquel escondido, culpable dios fluvial de la sangre  
						 
						¿Qué significado puede tener el término “culpable” en este último
						verso?, ¿está hablando del placer que mueve la sangre y la simiente
						del varón?, ¿es culpable por incontrolable?, ¿tiene Rilke una
						idea del amor puro, platónico y contemplativo? Podríamos seguir con
						los interrogantes acerca de su sentido, las exégesis diversas que ha suscitado
						son prueba de ello. Pero además, sucede algo más a lo que conviene
						prestar atención: deseamos volver a escuchar el sonido de estos versos,
						volver a ellos una y otra vez. El poema, dice Valery, “no muere por haber vivido,
						está hecho expresamente para renacer de sus cenizas, y ser de nuevo indefinidamente
						lo que acaba de ser”. Esta es una propiedad extraordinaria del lenguaje poético:
						tiende a reproducirse en su forma, nos excita a reconstituirla idénticamente.
						Precisamente la propiedad contraria del lenguaje común, cuya función
						de utilidad es la de perecer una vez llegado a la meta, cumplido su cometido de la
						comprensión.  
						Ya estamos en disposición de abordar la extraordinaria metáfora que
						es el sustento de su teoría de la palabra poética: el péndulo
						poético. Pensemos, dice, en un péndulo que oscila entre dos puntos
						simétricos. Uno de los extremos representa la forma, es decir, los
						caracteres sensibles del lenguaje, el sonido, el ritmo y el timbre, según
						sus palabras, “la voz en acción”. El otro flanco representaría los
						valores significativos del lenguaje, las imágenes, las ideas, los recuerdos
						que suscita, etc., es decir, el fondo o el sentido del discurso. Teniendo
						en cuenta estos dos elementos constitutivos de la palabra, ¿cuál es
						su efecto en los lectores, cuándo se trata de la palabra poética? En
						cada verso, el posible significado, con las asociaciones que promueve, no destruye
						su forma sensible, queremos volver a escuchar el sonido de esos versos. El “péndulo
						viviente” (el poema) es una oscilación continua entre el sonido y el sentido.
						¿Reviste mayor importancia alguno de los dos extremos? No, porque la
						forma no perece, engullida por el sentido, como era el caso del lenguaje común.
						El principio esencial de la palabra poética, la voz en movimiento, es el balanceo
						perpetuo entre los dos puntos simétricos de la forma y el fondo, el sonido
						y el sentido. Ambos extremos están armónicamente llamados y conjurados,
						el uno por el otro, para producir un estado excepcional en el espíritu del
						hombre que es el “estado poético”.  
						La metáfora del péndulo es esclarecedora y sugerente, invita a pensar.
						¿Hay todavía en Valery un ideal de armonía, como en los clásicos,
						perenne todavía en los románticos? En los orígenes del pensamiento
						de Occidente, y también en su primer poeta, Homero, la armonía (entendida
						como equilibrio y justicia) rige en el cosmos, en las relaciones de los dioses con
						los hombres y entre los hombres entre sí. Armonía que hace exclamar
						a Nietzsche: “¡Oh, aquellos griegos, cómo sabían vivir!” También
						en los románticos, armonía y reconciliación habían sido
						pensadas como ideal por los filósofos de la naturaleza, los pensadores y los
						poetas, armonía como paradigma de la unidad reconciliada entre el hombre y
						la naturaleza. Valery, nuestro contemporáneo, ya no puede ni quiere caer en
						las trampas engañosas de la metafísica de la tradición. No piensa
						en armonías cósmicas, pero quién sabe si movido aún por
						el mismo impulso ideal de la armonía, la aplica a la poesía. El valor
						de la palabra poética está en la oscilación pendular, rítmica
						y armónica entre los puntos simétricos e indisociables del sonido y
						el sentido. Esta indisolubilidad parece, en principio, una tarea imposible. Él
						mismo pone los ejemplos de que la misma cosa se llama “horse, en inglés,
						hyppos en griego, equus en latín y cheval en francés;
						pero ninguna operación sobre cualquiera de esos términos me dará
						la idea del animal en cuestión” , el lenguaje es pura convención. Sin
						embargo, el quehacer del poeta es precisamente “dar la sensación” de la unión
						íntima entre la palabra y la mente. Dar la sensación del deseo, de
						la espera de la combinación íntima y secreta entre el sonido y el sentido.
						A este estado lo denomina “estado poético”, que se produce en el creador por
						un accidente cualquiera que le aparta de su régimen mental más frecuente
						(según cuenta Valery en referencia a su propia experiencia). El estado de
						poesía es una atmósfera especial en la que el poeta se siente transformado
						y que es capaz de comunicarla al lector de los versos. ¿Está aludiendo
						a la “cadena magnética”, -ya nombrada varias veces en capítulos anteriores-
						del Ion platónico? Y otra pregunta aún: ¿Puede el poeta
						improvisar, o está acaso refiriéndose a la inspiración? A estas
						cuestiones responde que efectivamente podría hablarse de inspiración
						como estado poético, pero entendiendo por tal un estado “irregular, inconstante,
						involuntario y frágil, que lo perdemos lo mismo que lo obtenemos, por
						accidente”. Pero además, el poema exige el trabajo crítico de la
						inteligencia: continuas correcciones, dudas y desesperación que tal o cual
						término, colocado en tal lugar, o en otro, infunden en el creador, y cuyos
						hallazgos se comunican al receptor. También Baudelaire hablaba del trabajo
						del poeta, del flâneur o paseante aparentemente ocioso, que “va
						a hacer botánica al asfalto” (según la feliz expresión de Benjamin),
						observa y recoge material y después compone sus poemas. 
						Las razones para incluir la teoría poética de Valery en la estética
						de la negatividad ya puede argumentarse. El péndulo poético, la oscilación
						permanente, es la lógica interna del proceso creador, el poeta puede buscar
						durante años, decenios, la palabra que permita la equidistancia entre su sonido
						y su sentido. Y como decíamos, esta misma es la trayectoria de la lógica
						procesual en la que se demoran los intentos de comprensión de la citada estética
						negativa. Lógica del aplazamiento de la voz en acción, que
						oscila perpetuamente entre la forma sensible y su significado. Aplazamiento indefinido
						que también experimenta el lector de poemas, que quiere volver a oír
						los versos, intentar aproximarse al enigma de su sentido.  
						................ 
						La Teoría estética (1970) de Adorno es su obra póstuma
						e incompleta, publicada un año después de su muerte. Y el legado de
						esta obra, auténtico calvario del espíritu, al que dedicó cuarenta
						años de reflexión, es de una fecundidad (y dificultad) tan extraordinaria,
						que siempre produce temor y respeto intentar una interpretación. La reflexión
						estética de Adorno es su postrera propuesta filosófica, porque considera
						que la filosofía tradicional se ha agotado por su =<¡p¬ (“insolencia”,
						“orgullo”) de racionalidad. El arte hoy tiene necesidad de la filosofía para
						desplegar su contenido, con lo cual parece estar dando la razón al conocido
						aserto de Hegel “el arte ha muerto”. ¿Por qué? Porque ya no otorga
						la satisfacción de tiempos anteriores, cuando era manifestación sensible
						de la idea (o del espíritu divino). En la modernidad, el arte es superado
						por el despliegue de la idea, es decir, por la filosofía. Por ello, sigue
						diciendo, el tiempo presente (el de sus contemporáneos, los románticos)
						no es propicio al arte, es cosa del pasado. Adorno no extiende su certificado de
						defunción al arte, sino que en su reflexión une indisolublemente filosofía
						y arte, es decir, que su filosofía es teoría estética. ¿Cuál
						es la razón de esta identificación? El que una obra artística
						nunca es una tranquila morada, sino que integra en su seno un juego de fuerzas inmanente,
						que se interrelacionan con las antítesis históricas y sociales del
						mundo en el que tales obras se producen, la obra de arte es una caja de resonancia
						de su época. Por tanto, la teoría estética que reflexiona sobre
						el arte de una época, cubre el mismo campo de pensamiento que la filosofía,
						que también considera tarea propia el pensar sobre su tiempo.  
						Para entender estas afirmaciones hemos de recurrir a dos controvertidos conceptos
						adornianos: mímesis y disonancia. Desde luego se trata de una
						manera nueva de pensar la mímesis, ya no en el sentido tradicional de que
						el arte imita a la naturaleza, sino que lo que ha de imitar el arte es lo que antes
						había sido excluido de él, negado o silenciado. Esa sombra del
						arte tradicional es lo que Adorno sintetiza en la categoría estética
						de la disonancia. En esta categoría estarían representados los
						elementos excluidos por la tradición, que van siendo enumerados a lo largo
						de las páginas de su teoría estética: lo negro, lo feo, lo bárbaro,
						lo quebradizo, lo abismal y terrible, todos ellos estigmas encubiertos por la sociedad
						de mercado. El pseudoartista contemporáneo, su servidor, huye de estos aspectos
						negativos en su deseo de complacer el hedonismo estético del burgués,
						su público eventual. Sin embargo, la obra de arte, si pretende ser tal, ha
						de hablar el lenguaje del sufrimiento. Y ser autoconsciente, reflexiva, plural, crítica
						y no complaciente con el orden establecido, sino que ha de mostrar las huellas de
						la barbarie de su tiempo, los detritus de la tradición. También ha
						de mostrar cicatrices, que son los lugares donde fracasaron obras anteriores, y expresarse
						a través de lo fragmentario, lo quebradizo. La ironía, la falta de
						sentido, el absurdo (presentes en la obra de Becket, al que toma como paradigma del
						arte nuevo) o el sentimiento negativo de la realidad (Kafka) o el satanismo de Baudelaire
						son formas en que la disonancia aparece también en la obra de arte. Como conclusión
						diremos que la mímesis de Adorno ha de imitar la disonancia, en cualquiera
						de sus múltiples acepciones.  
						Expongamos, finalmente, las razones de la inclusión de Adorno en la estética
						de la negatividad. En primer lugar, trataremos del carácter aporético,
						es decir, la falta de un sentido unánimemente reconocido de la obra de arte
						actual. Como otros miembros de la mal denominada Escuela de Frankfurt, fue un crítico
						de la racionalidad instrumental de la era de la técnica, en la cual la totalidad
						ha llegado a ser totalitarismo, es decir un sistema de dominación planetaria,
						en el que se intenta eliminar cualquier rastro de individualidad. Contra esa totalidad
						planificada, Adorno opone los poderes subversivos del arte, tal como él lo
						entiende. El arte moderno es un catalizador para el descubrimiento de las escisiones
						del mundo, en contraposición a los románticos que pretendían
						su reconciliación. Y cada obra de arte singular, si muestra la disonancia,
						la aporía de sus posibles, e incluso contradictorios significados, es lanzada,
						como un proyectil contra la totalidad planificada y unánimemente interpretada.
						 
						¿Es tarea fácil descubrir en una obra de arte la categoría estética
						de la disonancia? En absoluto. El carácter de la obra de arte siempre es un
						enigma. O al menos , ¿es posible descifrar en ella algún sentido? Tampoco.
						Porque el arte actual, dice Adorno, se ha purificado de su “cui bono”, o dicho
						en paradoja : de su “racionalidad arcaica”. En esta no necesidad de preguntarse
						acerca de su “para qué”, de su razón de ser, radica precisamente su
						carácter enigmático, porque la obra de arte ya no está ahí
						en función de aquello que era su objetivo en épocas anteriores: mostrar
						el rastro de misterio vinculado a la divinidad (con esta afirmación continua
						sus ataques al romanticismo). Con esta pérdida la obra de arte confirma su
						ausencia de sentido, ya que cuanto más intentan las obras de arte sacar consecuencias
						de su actual estado de conciencia, tanto más se aproximan a su propia falta
						de sentido. Ya Goethe hablaba de las “heces del absurdo” contenido en toda obra de
						arte. La comprensión, que pretendía la hermenéutica no es posible
						en esta concepción de la obra de arte. Los objetos estéticos no suscitan
						un modo de comprensión automática, como los objetos no estéticos.
						Si decimos, por ejemplo “esto es un árbol” o “esto es una silla” se produce
						la identificación del objeto. Sin embargo, en la contemplación de los
						objetos estéticos se ponen en juego mecanismos que prolongan indefinidamente
						las operaciones de identificación. Estamos, pues ante la lógica del
						aplazamiento que era la propia de la que venimos llamando estética de la negatividad.
						La oscilación, el movimiento pendular, infinitamente repetido, que suscita
						la obra había sido nombrada por Valery “estado poético”. Ambos, Adorno
						y Valery, el filósofo y el poeta comparten la idea fundamental de la estética
						de la negatividad: la extrañeza ante la obra de arte. Porque la obra de arte,
						si es tal, nos saca de nuestro estado habitual y cotidiano, para llevarnos al estado
						de poesía, nos planta ante lo extraordinario. | 
				 
			 
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