2. La estética idealista: una nueva mitología

2. 1. La estética como mediadora
Frente a la obra de arte el contemplador puede situarse desnudo y atendiendo sólo a sus propios recursos: a su sensibilidad, su nivel de educación y al hábito en el trato con las manifestaciones artísticas. Todo ello constituiría su competencia estética y, de hecho, muchos amantes de las creaciones del espíritu humano prefieren la inmediatez y no desean recurrir a teorías mediadoras que les quitarían, dicen, el placer de la satisfacción ingenua y no mediada. ¿Es la inmediatez una ilusión? Así puede considerarse, ya que lo que parece un trato directo en una experiencia estética singular, está en realidad ya establecido por una determinada actitud ante el objeto. Estas actitudes ante la obra de arte han ido modificándose a lo largo de la historia. Un amante del arte de la época romántica le pedía a éste consuelo contra las escisiones del mundo, le requería también provecho moral y capacidades formativas; sin embargo las vanguardias de principios del siglo XX defendieron el presupuesto del “arte por el arte”, ajeno a las exigencias antes expresadas. Y en los tiempos actuales, época del dirigismo industrial de la cultura, el presupuesto de la inmediatez o la ingenuidad estética es sospechoso, ya que puede ser un medio orquestado por los managers, esos nuevos traficantes de la belleza, un medio para cazar clientes, sustentado en el simplismo de los consumidores.
La otra actitud que puede darse ante el arte es la que emana de la necesidad imperiosa de sustentarse en una teoría previa, que prefigura 'una interpretación'. Y estas interpretaciones han sido, o aún lo continúan siendo absolutamente dispares, giran como veletas empujadas por cualquier golpe de viento cultural: unas veces la teoría tiene un sustrato metafísico, otras de rabioso empirismo, a veces es puramente descriptiva y otras normativa, con la exigencia de acogerse a unos cánones establecidos. Así pues, nos encontramos con una dicotomía y fatal alternativa: o bien se acepta el juicio concreto y particular de cualquier interesado por el arte que emite el juicio “esto me gusta” o “esto es bello”, o bien se necesita el amparo del juicio de un especialista, que pretende ser un juicio universal, al que todos han de someterse.
Escapar de esta fatalidad, que obliga a elegir entre la singularidad arbitraria o la universalidad consensuada, pretende ser el cometido de la estética filosófica, que solamente si posee un grado elevado de autoconsciencia crítica puede llegar a una aproximación al enigma del arte, cuya interpretación está infinitamente diferida. La estética, entonces, aunque se considere a sí misma como una vía de mediación reflexiva entre la obra del artista y el receptor, rechaza la pretensión de poder asegurar la verdad o el sentido contenido en la obra de arte. De ahí el rechazo que suelen manifestar las instituciones ante la estética, por el miedo ante lo inseguro y lo discutible. Las distintas estéticas, sustentadas cada una de ellas en sus respectivas filosofías, no deberían tolerar una fórmula de compromiso común en la que estuviese contenida su 'verdad', porque si todavía hoy seguimos usando tal concepto, éste habría que buscarlo precisamente en la contradicción y el conflicto, no en la confluencia.
La obra de arte y la estética, que reflexiona sobre ella, no ha de buscar el amparo de la seguridad, sino que ha de salir a terrenos abiertos y descampados, circular entre los márgenes (así el poeta) y sacrificar la seguridad que pretende suministrarle el poder, ya sea el estrictamente político o el institucional, o el que falsamente suministran algunas filosofías o ciencias al uso. La no connivencia con el orden establecido, la denuncia y la crítica, que el arte hoy suele encarnar, implica la posibilidad del fracaso (en sí mismo, por ser una obra fallida, o ante los receptores) y la estética dejaría de ser fiel a su objeto cuando enmascara o disimula esta posibilidad de fracasar ella, a su vez. Pero la marginalidad, ya sea elegida o impuesta, puede significar una actitud productiva de apertura, que permitiría la exploración de posibilidades nuevas, y esa es la cualidad de riesgo propia de todo arte. Del peligro y el riesgo ya avisaron los filósofos y los poetas, haciéndose cómplices de él. Así Rilke cuando exigía para la creación el situarse ante el riesgo de lo abierto, porque en definitiva lo “que nos cobija es nuestro estar desamparados”, o Pessoa cuando afirmaba “soy del tamaño de lo que veo”, de todo aquello que abarca mi mirada. O Heidegger, que daba a la categoría de lo inhóspito (Unheimlich, lo que nos arranca de lo familiar y hogareño, corriente e inofensivo) poderes excepcionales para los poetas, ya que ellos son los que abandonan el lar, van errantes por el mundo y regresan, enriquecidos, al hogar (Hölderlin).
La inseguridad, el riesgo, la interpretación aplazada y la autoconsciencia crítica han conducido hoy a la “perdida evidencia del arte” en palabras de Adorno. Ha llegado a ser evidente que nada relativo al arte es evidente, ni en él mismo, ni en su posibilidad de interpretación, ni siquiera en su derecho a la existencia. Al situarse ante lo abierto, ante sus múltiples posibilidades, se ha despejado el camino hacia la infinitud y la reflexión sobre el arte tiene que tomar cuenta de ello. Sigue diciendo que la ampliación de su horizonte no le ha sido tan beneficioso al arte como decíamos que pronosticaron los filósofos y los poetas. Y, en seguida la emprende contra las vanguardias, ya que trataron de explorar unos mares desconocidos, y de su aventura audaz no consiguieron la felicidad que se habían prometido. Los presupuestos de libertad absoluta y de ruptura de toda regla, de los que podríamos poner como ejemplo el nihismo activo (Nietzsche) de Dadà, forma parte de una poética de la protesta incardinada en el artista, dáimon o intérprete de la radical fractura entre el arte y el mundo de los hombres. Pero este proceso desencadenado de liberación del arte cerró las puertas, en muchas ocasiones, a la propia capacidad creadora, ya que las categorías recién estrenadas se transformaron en tabúes que paralizaban a los artistas que no deseaban formar parte de ninguna cofradía de ismos, ni aceptaban los presupuestos de los manifiestos. Además, la libertad pretendida por el artista individual chocaba frontalmente con la falta de libertad que venía forjándose en el ámbito político. Los regímenes totalitarios (Hannah Arendt) llegaron a excluir a los artistas que no cumplían con los dictámenes de la propaganda impuesta desde el poder, llegando a ser expulsados de los museos y tachados de “arte degenerado”, como es el caso de los expresionistas por el régimen nazi. La libertad del riesgo y la experimentación artística había sido conseguida, a veces, por los artistas individuales, pero entraba en contradicción permanente con la falta de libertad relativa a la totalidad. Por ello el lugar del arte se fue volviendo cada vez más incierto, dando la razón a Adorno de la perdida evidencia del arte.
Esta pérdida viene acompañada del abandono del sentido de reconciliación que la estética idealista había prometido y de cuyo empeño intentamos dar cuenta en el capítulo anterior. Los ideales románticos de Armonía y Unidad con la sagrada Naturaleza quedaron olvidados y, al secularizarse se apropió de ellos, de manera impropia, el hedonismo estético burgués, que situó al arte entre las instituciones dominicales destinadas a derramar falsos consuelos (Adorno, de nuevo).

2. 2. Escisión y reconciliación: una polémica entre ilustrados y románticos
Los románticos ejercieron una fascinación en su época que perdura en la actualidad, y que he de manifestar que comparto, pero con las reticencias heredadas de la llamada “escuela de la sospecha”. Pero ahora se impone la necesidad de mirar “el otro lado” de dicha fascinación. El fundamento de ella es el ideal de reconciliación, llámese éste con los diversos nombres con el que fue pensado (Unidad, Todo, Absoluto o sagrada Naturaleza), términos todos pertenecientes al plano de “lo ideal”. La otra cara de la reconciliación es la escisión (entre el sujeto y el objeto, el hombre y la naturaleza, de los hombres entre sí y entre los conceptos de libertad y necesidad). Pensadores, poetas y artistas fueron conscientes de ella, pero intentaron enmascararla o llegar a imposibles compromisos. La escisión y la multiplicidad ya habían sido formuladas en la Ilustración, con el progreso de las ciencias y la organización de la vida social, que había conducido a una diferenciación de disciplinas especializadas y dominios de actividad diversos. Y en el terreno de la política, los acontecimientos de la Revolución francesa habían introducido en el espíritu del hombre la consciencia del desgarro. Todas estas escisiones pertenecían al plano de “lo real”. Así pues, retengamos la idea de que la reconciliación es pensada en el territorio de lo ideal y las escisiones pertenecen a la realidad.
En el proyecto ilustrado de la humanidad el ideal de reconciliación no había tenido vigencia y a ello colaboraron distintos factores, que analizaremos someramente. Se hizo un esfuerzo, a través de la crítica, de desechar las cosmovisiones obligatorias para todos (especialmente las religiosas, tachadas de superstición y prejuicio), ya que se presuponía la necesidad de una discusión libre, en la que los intereses particulares se dejasen de lado, ante la búsqueda de la 'verdad racional'. La burguesía ilustrada de finales del siglo XVIII necesitaba una nueva moralidad, que sustentara las proclamas de libertad e igualdad universales, ajenas a los intereses individuales. Pero hubo un hecho de incalculables consecuencias en el mundo de la cultura, que fue la inicial comercialización de la literatura y el arte. En el mundillo de “los salones”, de las exposiciones y en las numerosas publicaciones que proliferaban, comienzan a levantarse algunas voces que expresan la desilusión por el creciente número de editores, autores y críticos que no se dedicaban a la búsqueda de la verdad, sino a la consecución de sus intereses económicos. El debate público, en un ámbito libre de coacciones que propugnaban, se encontraba bloqueado por intereses particulares, sometido a las incipientes leyes del mercado cultural. La consecuencia fue que el proyecto ilustrado no se desarrollaba según las expectativas depositadas en él.
¿Cuál fue la reacción de los románticos? No intentar afrontar los problemas que las escisiones reales habían producido, sino la huida hacia el territorio de lo ideal, y en el refugio de la idea no parecieron sentir la necesidad de pensar las mediaciones con la realidad. Pero este estado de cosas no había sido así en sus inicios, los llamados temprano-románticos (Früromantiks) seguían con preocupación los acontecimientos de la Revolución francesa. Y de ello tenemos el testimonio de los estudiantes del seminario de Tübingen, entre los que figuraban los que serían futuros filósofos de la talla de Schelling, Hegel o el poeta Hölderlin. Cuentan de los tres la conocida anécdota de aquella mañana de primavera, en que prendidos de ardor revolucionario, plantaron un árbol simbólico de la libertad, alrededor del cual danzaron y cantaron. La atmósfera contestaria, en la que vivían inmersos, les había hecho concebir esperanzas acerca de la posibilidad de subvertir el régimen político real existente. Pero el jacobinismo estudiantil se diluyó a causa de la desilusión provocada por la violencia y la arbitrariedad de la época del Terror. En consecuencia, la idea de una revolución política fue sustituida por la idea de una revolución filosófica, interior o cultural. En este sentido podemos interpretar la propuesta de Schiller de una educación política-estética-moral para la transformación de la humanidad, tal como se refleja en Las cartas para la educación estética del hombre (1795).
Las filosofías idealistas, imperantes en la época romántica, se responsabilizaron, de inmediato, de suturar las escisiones que la crítica ilustrada había tenido en cuenta, y a ella respondieron con el 'sistema'. Los magnos edificios de pensamiento de Fichte, Hegel y Schelling podrían interpretarse como una respuesta a la experiencia moderna de la disociación. Así lo explicita Hegel: “La escisión es la fuente de la necesidad de la filosofía”, y el joven Schelling dice palabras similares: “Con la escisión empieza la reflexión”. Pero aunque para ambos la tarea de la filosofía sea la de superar las oposiciones consolidadas, cada uno de ellos aborda la tarea de manera diferente. En Hegel la escisión está necesariamente presente en todo proceso dialéctico, dialéctica entendida tanto como método para acceder a la realidad, como la constitución de la realidad misma. Como es sabido, en el proceso de la tríada dialéctica, a un primer momento de la inmediatez, le sigue un momento de escisión, distanciamiento o trabajo del negativo, que concluirá en un tercer momento de síntesis (Aufhebung, que significa “integrar” y “superar” los dos momentos anteriores). Pero al repetirse el proceso de forma continuada, cada síntesis lograda se convertirá en el primer momento de la tríada siguiente, con su necesario momento de la escisión o extrañamiento. La escisión es necesaria para la vida, que siempre se configura por contrastes. Shelling aborda el problema de la escisión desde una posición diferente, ya que su intención de “superarla para siempre”. Pero el término superación no tiene el mismo significado que en Hegel, ya que para Schelling significa “aniquilación”, ¿por qué?, porque la considera como “una enfermedad del espíritu humano”, como repite continuamente en su filosofía de la naturaleza. La “verdadera filosofía” ha de realizar el siguiente recorrido: en el origen, el Espíritu formaba un todo con la Naturaleza y cuando aparece la escisión, que desencadena la reflexión filosófica, su cometido no será mantenerla, sino que ha de trabajar en la superación definitiva de la escisión, es decir, en la vuelta a aquella unidad perdida.

2. 3. Meta de la revolución estética: una nueva mitología
Los proyectos acerca de la necesidad de nuevas cosmovisiones unitarias (que lo ilustrados habían rehuido) proliferan entre los románticos. Para documentarlo vamos a referirnos a un texto muy breve, de un par de páginas, pero de una riqueza extraordinaria, en el cual están sintetizadas gran parte de las ideas que venimos exponiendo. El texto en cuestión es Primer programa de un sistema del idealismo alemán, cuya fecha es discutible (1796/ 97?) y también su paternidad, ya que se le ha atribuido a los jóvenes espíritus inquietos, antes citados. Por ejemplo, Otto Pöggeler no duda en atribuir el texto a Hegel, y otros autores hacen responsables a Schelling y Hölderlin. Muchos intérpretes hablan de una colaboración tripartita en su época compartida de Tübingen y por ella me inclino. El proyecto es, en su intención, ilustrado: el pueblo ha de hacerse racional y lograr así “la libertad universal y la igualdad de todos los espíritus”. Sin embargo, su realización es radicalmente diferente, ya que no se espera que el objetivo se consiga por una ampliación de la capacidad racional autónoma, sino por una nueva “mitología de la razón”, desbordando el proyecto ilustrado que renegaba y denunciaba toda mitología.
El escrito tiene todas las trazas de un manifiesto filosófico-político-estético-religioso. Podría dividirse en cuatro grandes bloques temáticos. El primero es relativo a la naturaleza y propone la colaboración entre filósofos y físicos, probablemente en referencia a los filósofos de la naturaleza, que han de “dar alas a al física”. Después pasa de la naturaleza a la obra humana, y se centra en la política, haciendo una crítica al Estado, al que califica de “mecánico” y falto de libertad, por el tipo de gobierno y las leyes, “miserable obra humana”. Los autores parten de una crítica común de la época contra el absolutismo ilustrado, el cual seguía manteniendo las formas de dominación feudal, pretendiendo modificar a la sociedad desde arriba, desde el poder. El tema es especialmente relevante en Alemania, en la que el monarca prusiano Federico II (1740-1786) había ejercido como “déspota ilustrado” promoviendo la cultura y la formación en la Academia de Berlín, con la intención de organizar el Estado racionalmente y en provecho propio, con la consecuencia de que el poder sale fortalecido. Los resultados de esta política no son del agrado de los jóvenes románticos, autores del manifiesto. Su propuesta, de signo anarquizante es que “el Estado debe dejar de existir”, porque trata a los hombres libres como engranajes. Un pathos de “libertad absoluta” debe guiar a todos los espíritus, que no han de buscarla ni en “Dios ni en la inmortalidad”, sino dentro de sí mismos.
En el tercer bloque temático aparece su propuesta de una revolución estética, como unificadora de las sugerencias anteriores, expuesta con el mismo laconismo enfático, ya que la concisión de todo el texto le confiere unos poderes que sólo las máximas de los primeros sabios griegos nos transmiten. Dice así:

El acto supremo de la razón es un acto estético, la verdad y la bondad se ven hermanadas sólo en la belleza.

Cuya filiación platónica es evidente. No es así con el papel que confieren a la poesía, si recordamos el decreto de expulsión de la pólis ideal que certificó el gran filósofo griego. Para los románticos la fuerza creadora de la poesía, ¿øpSVp¬, es creación por antonomasia, elevación del espíritu en el más alto sentido y sus poderes de transformación se comunican a los receptores. En el texto que analizamos la poesía cumplirá el papel liberador con el que sueñan los tres compañeros y amigos, que con un entusiasmo de época compartido dicen:

La poesía recibe así una dignidad superior y será al fin lo que era en el comienzo: la maestra de la humanidad.

Que probablemente es una referencia a Homero, o a la Grecia ideal, interpretada en clave romántica. Finalmente aparece la propuesta novedosa de una nueva mitología, a la que denomina paradójicamente una mitología de la razón, como lugar de referencia de todos los dominios, como imagen unitaria del mundo, como nueva cosmovisión salvífica en la que incluiría también una religión sensible, es decir el cristianismo, pero exaltando la dimensión del amor. Reza así:

La mitología tiene que convertirse en filosófica y el pueblo tiene que volverse racional [... ] para transformar a los filósofos en filósofos sensibles. Entonces reinará la unidad perpetua ente nosotros.

2. 4. La estética idealista como paradigma de la unidad reconciliada
Las ideas que aparecen como puro esbozo y como desideratum, en el texto anteriormente analizado, van a tener una secuela de desarrollos posteriores extraordinaria en la plasmación de ideales, ya sea en su formulación filosófica, o en campos de creación artística diversos. Vamos a elegir ahora a un representante de la estética idealista, al filósofo Schelling, que olvidando sus veleidades revolucionarias juveniles y haciendo caso omiso a las escisiones del mundo en el plano de la realidad, llegó a elaborar nuevas unidades en el territorio de lo ideal. Su reflexión podría interpretarse como un intento de establecer lazos comunitarios entre los hombres entre sí y con respecto a la naturaleza. Esta nueva unidad de sentido fue concebida, en continuidad con el Primer programa, como una nueva mitología de la razón y de las artes. Su filosofía se presenta como una tentativa de superación del dualismo tradicional entre los planos de “lo real” y “lo ideal”, ya que su pensamiento los supone a ambos y pretende superarlos en un ideal-realismo, que habla desde un punto de vista superior: desde el Absoluto. Este es el fundamento y el punto de partida de su sistema.
Presentaremos las líneas generales de su obra Sistema del idealismo transcendental (1800), que consideramos fundamental para nuestros intereses estéticos, ya que termina con un capítulo dedicado al arte, al que considera el “órgano general de la filosofía”. En esta obra se reelaboran las tres líneas de investigación que había seguido desde el despertar de su interés por la filosofía: el idealismo de cuño fichteano y la fundamentación del derecho y la filosofía de la naturaleza. La obra está dividida en tres partes que recuerdan las tres Críticas kantianas:
1.- Filosofía teórica, que investiga la posibilidad de la experiencia, la estructura del mundo objetivo.
2.- Filosofía práctica, que investiga la posibilidad de la libertad.
3.- La teleología y el mundo del arte, que descubre la unión entre mundo objetivo y libertad.
Dejaremos las dos primeras partes, porque exceden nuestros intereses actuales y nos centraremos en la tercera. Pero para entenderla hemos de hablar del “primer principio” en el que se sustenta su idealismo transcendental: el acto absoluto de la autoconsciencia. El punto de partida es el Yo, que es ya absoluto, es toda la realidad y por consiguiente puede dar razón de ella, tanto de la naturaleza como de la consciencia, suprimiendo así todo dualismo, toda fractura metafísica. De esta manera pretende superar a Fichte, su maestro de juventud, para el que el Yo encontraba su principio de resistencia en el No-Yo, aceptando, por tanto, la escisión, la dualidad y la finitud. Schelling pretende que su filosofía es “una odisea del espíritu” ya que reproduce lo que sucede en la búsqueda de sí mismo: en el origen el espíritu formaba un todo con la naturaleza, después se produce una ruptura de esa unidad (recordemos que la escisión es el origen del filosofar), y al final del camino vuelve a reencontrarse consigo mismo, se reconcilia con su Yo originario, que “burlado prodigiosamente, huye de sí mismo mientras se busca” , mientras intenta retornar a la identidad perdida, a su patria, a la Ítaca de la que partió.
Para Schelling el arte es el paradigma de la reconciliación y para lograrla se sirve de un concepto al que llama “intuición intelectual” Este concepto ya había sido alumbrado por Kant en la Crítica del juicio (& 77, 524). El problema de los límites del conocimiento humano, argumentado en su primera crítica, le lleva a proponer, a un nivel puramente hipotético, una capacidad de conocimiento abierta, de un nivel superior, a la que llama “intuición intelectual”, que sería una facultad unitaria que correspondería a la “cosa en sí”, no al fenómeno. De esta facultad dice expresamente que no le corresponde al hombre, sería una capacidad divina. Fiel a sus presupuestos, Kant seguirá declarando desconocido todo aquello que exceda el ámbito de la experiencia, de lo que él denomina la “realidad”. Sin embargo, Schelling toma la hipótesis kantiana de la intuición intelectual y la traspasa al ámbito de lo puramente “ideal” al considerarlaa como un saber que no comporta demostraciones, conclusiones, ni mediaciones. Es una actividad teórica superior, no tanto capaz de conocer la cosa en sí kantiana, sino de alcanzar el Yo absoluto (su fundamento) fuera de todo tiempo, abstraída de toda intuición sensible, y por tanto capaz de recrearlo, porque el Yo se origina como tal cuando se conoce a sí mismo, después de perderse en la larga odisea del espíritu.
La otra característica de la intuición intelectual es que es una facultad productiva. Veamos el sentido de esta última afirmación. “Intuición” significa relación directa, no mediatizada con el objeto. “Intelectual” significa aquí “activa” y se contrapone a la intuición sensible, según la cual los objetos “nos son dados”. La intuición intelectual tiene la capacidad activa de producir su objeto. Es decir, es una facultad que reconoce y produce el Absoluto, en el que según el pensador idealista se revelaría la unidad del sujeto y el objeto, de la historia y la naturaleza y el reino de la necesidad y la libertad, reconciliaciones que Kant no había osado formular.
La prueba de que efectivamente se da esta facultad cree encontrarla en el arte, porque la intuición intelectual objetivada es la intuición estética, a la que define como “un poder oscuro y desconocido” propio del genio, que sin embargo no puede dar cuenta, a nivel consciente, de este poder, pero que se manifiesta en su obra. En el genio, pues, se produce la unidad entre su capacidad de creación y su producto, entre el sujeto y el objeto. Ese poder oscuro actúa sobre el artista como el destino sobre la historia, para añadir plenitud a la obra fragmentaria de la libertad, es decir, que también reconcilia a la naturaleza y la historia. Oigamos sus palabras:

Por eso el arte es lo supremo para el filósofo, porque, por así decir, le abre el santuario donde arde en eterna y originaria unión, en una llama única, lo que en la naturaleza y en la historia está separado y lo que ha de escaparse siempre en la
vida y en la acción, así como en el pensamiento.

En Kant, la libertad de acción (que exige para sí el individuo moral), no se concilia con la necesidad (sometimiento a las leyes de la naturaleza). Schelling cree resolver el problema entendiendo la historia como manifestación del Absoluto, es decir, de la unidad de libertad y necesidad. ¿Por qué? Por una parte es obra de la libertad, no está regida por una legalidad férrea como sucede en la naturaleza, sino que se dan desviaciones en lo singular. Sin embargo, también es obra de la necesidad, que actúa como la “mano invisible” de A. Smith o la “astucia de la razón” hegeliana, que guía el progreso hasta su resolución final. Es una fuerza teleológica que da unidad a todo lo que parecía disonante. El poder oscuro, al que identifica con el destino, después lo identificará con la providencia divina. En la historia se revela la “huella de la providencia”, pero como ésta no puede mostrarse en un suceso histórico aislado, la revelación de la que habla no puede tampoco ser descifrada por los sujetos individuales, sino que la especie es el sujeto al que la historia se revela. Sin embargo, este problema del sujeto individual al que no se le revela el absoluto de la historia, no aparece en el arte, ya que el lugar en que el Absoluto se revela “para nosotros” es el arte.
Intentaremos desarrollar esta última idea y para ello vamos a tener en cuenta la importancia que tiene la teleología no sólo en su concepción de la historia, como hemos visto, sino sobre todo en su filosofía del arte. La estructura del Sistema, recordemos que era el recorrido, la odisea de la historia progresiva de la autoconsciencia. En la tercera y última parte, relativa al arte, esta historia está ya muy avanzada, ya que ha de llegar a la armonización de estos dos reinos: el del hombre, que actúa de forma autónoma y conscientemente, y el de la naturaleza, que produce guiada por rígidas leyes. Esta antinomia entre libertad y necesidad ya había sido tratado por Kant en la Crítica del juicio. Pero, a diferencia de él, Schelling no lo planteará en términos de conflicto entre facultades ( razón teórica y razón práctica), sino que ya desde sus primeros escritos había eludido la idea de hombre como un ser compartimentado en funciones y había apostado por lo que podríamos llamar una 'idea de hombre total', idea característica de su época. Pero, deudor de Kant y también de sus contemporáneos románticos, pensaba que hay una profunda afinidad entre arte y naturaleza. ¿Por qué? Porque en ambos late un poder oscuro o fuerza creadora que produce de manera inconsciente. Planteado así, el arte es mímesis, imita lo esencial de la naturaleza, pero, a su vez, la naturaleza es arte, en palabras del autor: “lo que llamamos naturaleza es un poema cifrado en maravillosos caracteres ocultos ” . Más adelante retomaremos este concepto de poesía, para entender la relación que Shelling establece entre poesía y filosofía. Por el momento creemos necesario seguir profundizado en esa relación que fue pensada por todos los románticos, no sólo este pensador, entre arte y naturaleza.
Arte y naturaleza, pues, se identifican por ese poder oscuro que en Schelling es la teleología, la noción de finalidad. Concibe a la naturaleza como un todo orgánico y no como una mera yuxtaposición entre las partes. Así piensa que en los productos naturales hay un propósito, parece (el conocido “como si” kantiano) que cada uno de ellos tuviera una función en relación al todo. De esta manera, gracias a la teleología, intenta hacer coincidir las nociones de libertad (moral) y necesidad (natural). ¿Cuál es la facultad que permite la coincidencia? La intuición intelectual, a la que acude siempre que necesita pensar cualquier tipo de reconciliación.
En la naturaleza ya está dada la armonía entre necesidad y libertad y el sujeto la descubre gracias a la intuición intelectual. ¿Sucede lo mismo en el territorio del arte? No, la armonía no está dada, sino que hay que producirla y el instrumento será ahora la intuición estética. El producto resultante es la obra de arte, definida como

Identidad de lo consciente y lo no consciente en el Yo y consciencia de esta identidad .

Ahora llama actividad consciente a la libertad y actividad no consciente a la necesidad legal. Cuando el artista crea parece hacerlo de un forma libre, ya que con intención va modulando su producto hacia el fin que tenía previsto, pero a medida que avanza pareciera que la obra misma lo va desbordando y se filtran en ella elementos no conscientes y no previstos voluntariamente por el artista. Cito:

Los testimonios de todos los artistas de que son impulsados involuntariamente a la producción de sus obras y que mediante su producción sólo satisfacen un impulso irresistible de su naturaleza.

En otras palabras, se está refiriendo a la inspiración, entendida como un “don” espontáneo que poseen determinadas naturalezas geniales, y también explicable como un “soplo ajeno”, el pati deum (“estar abierto a Dios”) del que hablaban los antiguos.
Schelling reflexiona la obra de arte a través de un movimiento entre los polos opuestos de la contradicción y la armonía. Su pensamiento, interpretado desde el momento presente, puede parecernos como guiado por un télos propio de los románticos, del que él es egregio representante y mentor espiritual. Ese télos es el anhelo de reconciliación. Y en la obra de arte encuentra el paradigma. Su explicación es como sigue: el impulso artístico comienza por un sentimiento de una contradicción, aparentemente irresoluble, entre lo consciente y lo no consciente, pero el movimiento completo de la creación culmina en una emoción, que satisface nuestra aspiración infinita de armonía y conciliación. Y añade:

El arte es la única y eterna revelación que existe y el milagro que, aunque
hubiese existido una sola vez, debería convencernos de la absoluta realidad de aquello supremo.

El arte, pues, es la revelación de lo infinito en lo finito, con lo cual podríamos hablar de una religión estética. Esta religión tiene poderes benefactores sobre los hombres que son capaces de gozar de las excelencias de la obra de arte. A esta se le atribuye una pureza y una “santidad” , que cura todo desgarramiento y concilia todas las contradicciones. El Yo culminará su proceso de autoconsciencia al revelársele el Absoluto (primer principio de su filosofía) y su sistema está completo, ya que ha sido retrotraído a su punto de partida, al fundamento originario de toda armonía: el Yo mismo. La última etapa del proceso teleológico de la autoconsciencia puede interpretarse como una invitación a la transformación del mundo estéticamente, por la magia de la imaginación y la fantasía. Así pues, la filosofía del arte de Shelling no pretende ser puramente teórica y contemplativa, sino práctica. La filosofía y la estética se ponen en marcha a partir de un desdoblamiento, una herida, una escisión provocada por el sentimiento de vivir en un mundo finito, insuficiente para satisfacer las ansias de infinitud. Por ello recurre a instancias absolutas (el Yo y la divinidad) que puedan dotar al mundo de sentido. Se produce, entonces, una suplantación del mundo “real” por un mundo “ideal”, imaginado, en el que se hallan resueltos los conflictos. En otras palabras, nos encontramos con una utopía, llevada al campo del arte.
La obra de arte expresa reconciliación porque en ella se resuelven todas las contradicciones, y el hombre accede al sentimiento de una paz infinita y recupera su identidad. El renacimiento interno pasa del autor al producto, y de la obra de arte a sus receptores, cuando éstos rehacen el mismo camino del artista. Aquí resuena la reflexión platónica del diálogo Ión en el que se habla de los poderes de la poesía, transmitidos a través de una “cadena magnética”.
Religión o utopía estética han de fluir hacia “el océano universal de la poesía del que habían partido” y el vehículo intermediario será la mitología, como ya había planteado en su escrito de juventud, que se analizó con anterioridad. La mitología será la meta de la revolución estética, ella será el lugar donde se revela la identidad y la unificación de las ideas platónicas de verdad y bondad en la belleza. Una nueva mitología, propia de la nueva generación romántica, que recreando a los clásicos, llevará a la solución que “puede esperarse únicamente de los destinos futuros del mundo y del curso posterior de la historia”. Con estas palabras, abiertas a un hipotético futuro, termina Shelling su reflexión sobre el arte, aquí radica su desideratum de un nuevo mito o religión estética. La historia posterior no lo ha confirmado, ya que el arte, a través del tiempo, fue siendo paulatinamente secularizado.