LA LUGAREJA

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LA LUGAREJA
MAS CASAS DE LADRlLLO Y MAS ADENTROS
CASAMIENTO DE ESTÉTICA

LA LUGAREJA
La Lugareja es hoy una iglesia sobre un pequeño alcor, junto a un pequeño cauce de agua y unos árboles: un soto. Un historiador anónimo y barroco metido a averiguaciones de los primeros pobladores de estos parajes: los arévacos, nos aseguro que éstos eran "una nación de los egipcios y los caldeos", y, con estos saberes y la visión de aquel paraje que es siempre el pequeño paraíso o edén con que comienzan todos los relatos de esta Castilla del sur del Duero, ya tenemos todo listo para el sueño o una dorada leyenda que siempre es lo que buscamos cuando vamos ìa los sitiosî.

Parece que el primer documento existente acerca de esta iglesia de "La Lugareja" -como se la llama en atención a la pequeña aldea o alquería en que se levantaba el viejo monasterio: un lugarejo- es del siglo XIII, y que una inscripción que se encontraba en el monasterio de Santa María la Real, de Arévalo, daba como fecha de la fundación del mismo la de 1237. Y se tiene como tradición que los hermanos Gómez y Román Naron, caballeros franceses o "afrancesados" a juzgar por las lises de sus armas, y residentes en este lugarejo, fueron sus fundadores; como quien dice Europa casando con Caldea, flores de lis sobre una túnica azul o blanca y un chador: el genio propio de Castilla está en estos maridajes, y La Lugareja es uno de ellos.

El monasterio estuvo habitado, en todo caso, hasta 1524, año en que las monjas cistercienses se trasladaron al viejo palacio de don Juan II que Carlos V regaló a la Orden y se llamó Santa María la Real; y, en el XVII, La Lugareja ya estaba en ruinas. Los siglos siguientes sólo nos dejaron de él lo que ahora vemos: la cabecera de la iglesia y su crucero, Pero es una maravilla, Y ha sido excelentemente restaurada.

Debió de ser una iglesia de tres naves, como nos lo muestra de manera casi desgarradora, porque aparece como arrancada de su cuerpo, la que ahora podemos considerar su fachada: un corte tan brutal del tiempo y de la incuria de generaciones enteras.

Lo que vemos desde el exterior son tres ábsides con sus arcos de construcción, de perfecto medio punto: altos y esbeltos, que componen una formidable impresión de verticalidad. Cada dos arcos, se abren unas largas saeteras de luz o alargadas ventanillas, y el remate de los ábsides es de un friso de esquinillas que es doble en el ábside central. Arriba, en el centro de lo que sera el crucero, se alza un cimborrio que oculta a una cúpula, y en él se siguen levantando las mismas estructuras arqueadas que en los ábsides.

Por dentro, esa cúpula de ladrillo ostenta un juego de arcos ciegos y vanos -cuatro de ellos- por donde entra al recinto la luz como por una admirable linterna, y en la enjuta o unión de esos arcos hay elementos decorativos en piedra blanca con motivos vegetales y cabezas humanas, y bajo ellos un friso de esquinillas. En las naves, la bóveda es de las llamadas de horno por su forma, y los arcos doblados o apuntados refulgen sobre los muros de cal. Así de simple es todo, y el "tempo" de sosiego y frescura que nos invade emana de tan sencillos elementos y disposición.

Cuando aquí entramos, debemos hacerlo con la mayor inocencia, abandonandonos al puro placer de mirar y sentir, y estar atentos, luego, a lo que la estancia señala en sus adentros, al ámbito de la memoria que recrea y al mundo al que nos asoma.


MAS CASAS DE LADRlLLO Y MAS ADENTROS

Arévalo tiene otras iglesias mudéjares, como toda su tierra; y tiene un puente sobre el río que es otra maravilla de alarifes y parece una catedral sumergida. Allí, orilla, en la iglesia de San Miguel, de traza sinagogal, todavía hay una estrella de David enceguecida que resume muchas melancolías. Pero tiene, sobre todo, una iglesia singular: la de San Martín, con dos puertas y dos torres. Una de estas torres, una espléndida edificación de ladrillo, parte del pie mismo de la iglesia y se alza como un minarete con unos arcos vanos que, más que para colgar campanas, parecen asomaderos y altavoces para el canto del muhecín, y unos maravillosos tableros de ajedrez. Es la más antigua. La otra torre alterna el mampuesto con las hiladas de ladrillo, y, bajo ella, hay un claustro románico que recuerda los atrios segovianos.

Una de las puertas de esta iglesia da a este porche, y la otra a la Plaza de la Villa con sus soportales, su otra iglesia de Santa María también mudéjar, y algo así todavía como el milagro del tiempo detenido: una vieja, fabulosa plaza española que aún está ahí, aunque ya no estén el Albaicín, ni la Morería, o las juderías con sus escuelas, y el Arrabal sea ahora el Arévalo moderno. En un determinado momento histórico, la iglesia de San Martín, la de las dos torres y las dos puertas
-como la capa del santo en la leyenda partida fraternalmente en dos con un mendigo- sirvió de iglesia para los cristianos y de mezquita para los islámicos; de manera que resulta así como el símbolo de ese casamiento que es el mudéjar y va muy lejos, hasta los adentros de las ánimas.

No es claro que aquí naciese Moshé de León, el místico hebreo autor del "Zohar" o "Libro del esplendor", pero él mismo nos confiesa su querencia por este lugar cuando nos dice que aquí vivía su madre; y por aquí anduvo Teresa de Avila, y Juan de la Cruz vivió y jugó, de niño, no lejos de esa plaza. Y, cuando cada vez más atentos estudios vislumbran o nos describen tantas complicidades entre los místicos y morabitos islámicos y estos dos grandes místicos castellanos y universales que son de esta tierra, lo que podemos decir es que, al fin y al cabo, no hacen otra cosa que levantar acta igualmente de su mudejarismo: el agua, el verdor y las umbrías, las albercas y norias, los pájaros solitarios, las estancias desnudas, la luz y la sombra, el barro y la cal iluminados que alzan un castillo de cristal, la oración de los adentros y las noches de uno mismo y del mundo. 0 sus amaneceres como el extendimiento de una tienda de caldeos.

Este es el poder, asimismo, del arte: levantar un árbol del Paraíso sobre un erial y este prodigio de La Lugareja en un lugarejo, un campo de ajenjo que dirían los cistercienses, un desierto que dirían los islámicos, una ermitilla con verdor y agua que dirían Teresa y Juan de la Cruz, y otros morabitos.

Se quiera o no, el tiempo que soterró a este monasterio abandonado y salvó esta cabecera y crucero de iglesia nos carga ahora con estas memorias que a la vez nos iluminan desde dentro su belleza. Y su alegría. Pero es que, además, este pequeño alcor es uno de esos pocos y privilegiados lugares desde donde puede entenderse Castilla: en este nudo o cruce de caminos y modos de ser hombre y de mirar el mundo y el transmundo. Tan diferentes, y tan hermosamente maridados.


CASAMIENTO DE ESTÉTICAS

En tiempos pasados y hasta hace muy poco, se tenía un muy especial interés, por parte de los eruditos del arte, en enfatizar dos afirmaciones principalmente a este propósito de La Lugareja: que aquí no había ni trazas de mudejarismo sino que toda esta edificación era cristianísima, y que el estilo de edificio era indígena castellano. Y se aducía para ello la ausencia de elementos o modos de hacer de los alarifes islámicos o la singularidad de esta construcción: los arcos, por ejemplo, eran de un perfecto medio punto sin inclinación alguna a la herradura, no había cimborrios en el mudéjar, ni aquí las fantasías o juegos de este estilo. Pero la verdad es que quizás precisemos mayor humildad y menos contundencia académica al acercarnos al milagro artístico, y, desde luego, un mayor temor y temblor para mirar lo que constituye su estética, que siempre está en la forma -y no en la mera técnica- y en su espesor cultural y, como aquí, teológico e histórico: el fenómeno mudéjar.

Históricamente, el fenómeno mudéjar es el otro rostro o la otra parte del rostro del fenómeno mozárabe: es decir, de una ósmosis y un desposamiento entre la cultura islámica y la cristiana, de las dos antropologías y visiones del mundo que se derivan de las dos creencias y de su simbolización de la realidad. Y no se puede entender nada de España y menos aún, si cabe, de Castilla, si no se ve que aquí hay "cosa de caldeos"; esto es, casamiento de Oriente y Occidente, Africa y Europa.

La Castilla medieval es Europa, desde luego; y aquí llegan el románico y el gótico, el latín y la filosofía de las escuelas, y el derecho romano. Pero, aquí, en Castilla ocurren cosas que en Europa no ocurren: ésta es una tierra de fronteras vecinales, y una ventana gótica puede dar a un corral árabe: todo blanco con geranios y albahacas en torno al brocal del pozo, y un mirador judío puede dar a la huerta de unas monjas. Aquí, hay tres clases de hombres, tres lenguas, conviven tres fes, se hacen tres clases de poesía, hay tres modos de cocinar, tres maneras de vestirse y de lamentar las penas amorosas o los desastres de la muerte, o de decir la alegría. Y, además de iglesias, hay mezquitas y sinagogas; y, desde luego, el genio y la técnica de la edificación, sobre todo tratándose de ciertos materiales pobres que exigen una mayor sofisticación en su manejo, son cosa de islámicos o mudéjares. Es decir, de los islámicos que viven en esta tierra bajo el dominio político cristiano y que, incluso convertidos al cristianismo, siguen teniendo una cultura islámica, su visión del mundo, su sentido estético y la destreza y el saber técnicos de siglos en el trato del barro y del ladrillo, del yeso, la cal y la madera o los azulejos; pero también y más profundamente de la luz y las sombras, y de la simplicidad. Cristianos y judíos acuden a los alarifes islámicos para levantar sus casas y sus iglesias y sinagogas, y esos mudéjares desposan genialmente, con su estética, otras teologías y otras formas: por ejemplo, las del románico y el gótico europeo, y de ahí nace el prodigio del mudéjar.

Pero es evidente que hay un estilo arquitectónico europeo o, más bien, toda una estética que tiene una complicidad profunda, que va más allá de sus expresiones formales, con el estilo y la estética islámicos: el cisterciense.

Ciertamente, el románico mudéjar nos ofrece por todas partes en este mismo ámbito geográfico ese admirable desposamiento de estéticas: un románico de ladrillo, y, en la más pequeña aldea castellana, su iglesuca se cubre con un soberbio artesonado de mezquita. Pero, con el cisterciense, el desposamiento es aún más estrecho; y no sólo por la flexibilidad de este estilo para adaptarse a cada modo de hacer local -en la Europa nórdica, ha levantado sus construcciones en ladrillo y utilizado la madera como material que queda a la vista, e incluso las primitivas iglesias cistercienses fueron de madera- sino porque su visión de la obra estética tiene complicidades con la visión islámica.

El principio del arte cisterciense es la simplicidad y la desnudez, o, lo que es lo mismo, la búsqueda de la forma imprescindible al ser para que lo que es sea, sin un solo aditamento, sin superfluidad, sin ninguna pretendida hermosura añadida. Y, así, la piedra se presenta en su desnudez geológica en la que los milenios han tallado su memoria en un alfabeto misterioso de rugosidades, o con la huella de la mano del hombre que la ha cortado: piedra viva, y, en ella, la marca del cantero. Y la columna como geometría esencial igualmente con una incisión muy leve y también geometría derivada del mismo ser de la columna o un diseño vegetal y simplicísimo: la mínima sensualidad siempre para el ojo, y armonía pura para el entendimiento.

Lo menos posible, luego, de presencia material y de espesor: grandes espacios vacíos y muros de cristal, cada vez más atrevidos gracias a las posibilidades técnicas que ofrece el arco doblado o apuntado; y óculos para la luz, linternas para la luz, que caerá sobre las desnudas paredes y será vista por el contraste de las zonas de sombra: sombra iluminada. El resultado es un ámbito de orden y sosiego, y de una alegría que sobrenada en el conjunto y nace de pequeños detalles en la construcción y la simplidad de los "adornos" siempre diferentes, nuevos, espontáneos en cada edificio: un mismo esquema estético, un mismo estilo o modo de hacer, pero encajados y manejados con entera libertad por sus artífices en cada lugar y tiempo: ni dos óculos iguales, y la piedra y la madera reflejando el agua o las plantas más estilizadas, pero no figuras que, abrevando los sentidos, hicieran olvidar lo esencial que es invisible.

La esencia de la estética islámica es igualmente abstracta e igualmente desconfiada con la complacencia de los ojos. Una mezquita es esencialmente un lugar en el que la línea vertical de lo invisible se cruza con la horizontal de una abstracta flecha que, desde cada lugar de la tierra, se dirige hacia La Meca: en ese punto de intersección está el "mihrab", que es un lugar vacío y está vacío. Y el vacío o la oquedad se enfatizan, luego, en los juegos luz-umbría, en los espacios sin presencia de objetos, en el agua y el jardín o el azulejo, y en la madera tallada o pintada con los colores primigenios y en geometrías que reflejan las cuentas de las matemáticas celestes: polígonos que se hacen estrellas y sus lazos. Y el resultado es ese reposo que dice Owen Jones que "el espíritu experimenta cuando el ojo, el intelecto y los sentimientos están satisfechos en la ausencia de todo deseo". Es decir, cuando quien está allí se encuentra en el centro del mundo y fuera ya no hay mundo, que es la marca de la gran obra de arte: cuando sólo ella parece necesaria. Y lo que hay que añadir es que la estética islámica alcanza esa su más alta expresión en la edificación pobre y minúscula, de manera que en la obra mudéjar encontrará su momento exacto: ladrillo y cal nada más, o, como mucho, madera y azulejo. No aquí, en La Lugareja, tal como la vemos ahora, pero no hay duda de que los techos de sus naves serían fabulosos artesonados.

Con el ladrillo, los islámicos han hecho verdaderos tapices bordados de sol y sombra: escrituras de trazado cúfico para versos coránicos en las fachadas o puertas de palacios y mezquitas, o hendiendo el encintado entre ladrillo y ladrillo de una misma fila -como luego han seguido haciendo nuestros albañiles- para que el hueco que queda en la argamasa de arena y cal semeje las pisadas de las cabras: pequeñas dunas de alegría para quien camina por desiertos. Como íntima y lacerante es la dulzura de la luz que dejan pasar ajimeces y saeteras, un fulgor la que ilumina azulejos o los rojos, azules y verdes, de la pintura sobre la madera, un juego la que se desliza por los encajes de escayola de las edificaciones suntuosas. Pero no aquí, en La Lugareja: aquí, cal y ladrillo solamente, luz y umbría, desnudez y silencio; y de ahí también una alegría, un oasis ahora mismo para nuestra vida, levantado por unos alarifes de este lugarejo para unas monjas del Císter.