Segunda Parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha
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Capítulo LXIII
 
De lo mal que le avino a Sancho Panza con la visita de las galeras, y la nueva aventura de la hermosa morisca

Grandes eran los discursos que don Quijote hacía sobre la respuesta de la encantada cabeza, sin que ninguno dellos diese en el embuste, y todos paraban con la promesa, que él tuvo por cierto, del desencanto de Dulcinea. Allí iba y venía, y se alegraba entre sí mismo, creyendo que había de ver presto su cumplimiento; y Sancho, aunque aborrecía el ser gobernador, como queda dicho, todavía deseaba volver a mandar y a ser obedecido, que esta mala ventura trae consigo el mando, aunque sea de burlas.

En resolución, aquella tarde don Antonio Moreno, su huésped, y sus dos amigos, con don Quijote y Sancho, fueron a las galeras. El cuatralbo que estaba avisado de su buena venida, por ver a los dos tan famosos Quijote y Sancho, apenas llegaron a la marina cuando todas las galeras abatieron tienda y sonaron las chirimías. Arrojaron luego el esquife al agua, cubierto de ricos tapetes y de almohadas de terciopelo carmesí, y en poniendo que puso los pies en él don Quijote disparó la capitana el cañón de crujía y las otras galeras hicieron lo mesmo, y al subir don Quijote por la escala derecha toda la chusma le saludó como es usanza cuando una persona principal entra en la galera, diciendo «¡Hu, hu, hu!» tres veces. Diole la mano el general, que con este nombre le llamaremos, que era un principal caballero valenciano; abrazó a don Quijote, diciéndole:

-Este día señalaré yo con piedra blanca, por ser uno de los mejores que pienso llevar en mi vida, habiendo visto al señor don Quijote de la Mancha, tiempo y señal que nos muestra que en él se encierra y cifra todo el valor de la andante caballería.

Con otras no menos corteses razones le respondió don Quijote, alegre sobremanera de verse tratar tan a lo señor. Entraron todos en la popa, que estaba muy bien aderezada, y sentáronse por los bandines; pasóse el cómitre en crujía y dio señal con el pito que la chusma hiciese fuera ropa, que se hizo en un instante. Sancho, que vio tanta gente en cueros, quedó pasmado, y más cuando vio hacer tienda con tanta priesa, que a él le pareció que todos los diablos andaban allí trabajando. Pero esto todo fueron tortas y pan pintado, para lo que ahora diré. Estaba Sancho sentado sobre el estanterol, junto al espalder de la mano derecha, el cual ya avisado de lo que había de hacer, asió de Sancho y, levantándole en los brazos, toda la chusma puesta en pie y alerta, comenzando de la derecha banda, le fue dando y volteando sobre los brazos de la chusma de banco en banco, con tanta priesa, que el pobre Sancho perdió la vista de los ojos y sin duda pensó que los mismos demonios le llevaban: y no pararon con él hasta volverle por la siniestra banda y ponerle en la popa. Quedó el pobre molido, y jadeando y trasudando, sin poder imaginar qué fue lo que sucedido le había.

Don Quijote, que vio el vuelo sin alas de Sancho, preguntó al general si eran ceremonias aquellas que se usaban con los primeros que entraban en las galeras, porque si acaso lo fuese, él, que no tenía intención de profesar en ellas, no quería hacer semejantes ejercicios, y que votaba a Dios que si alguno llegaba a asirle para voltearle, que le había de sacar el alma a puntillazos; y diciendo esto se levantó en pie y empuñó la espada.

A este instante abatieron tienda y con grandísimo ruido dejaron caer la entena de alto abajo. Pensó Sancho que el cielo se desencajaba de sus quicios y venía a dar sobre su cabeza, y agobiándola, lleno de miedo, la puso entre las piernas. No las tuvo todas consigo don Quijote, que también se estremeció y encogió de hombros y perdió la color del rostro. La chusma izó la entena con la misma priesa y ruido que la habían amainado, y todo esto callando, como si no tuvieran voz ni aliento. Hizo señal el cómitre que zarpasen el ferro y, saltando en mitad de la crujía con el corbacho o rebenque, comenzó a mosquear las espaldas de la chusma y a largarse poco a poco a la mar. Cuando Sancho vio a una moverse tantos pies colorados, que tales pensó él que eran los remos, dijo entre sí:

«Estas sí son verdaderamente cosas encantadas, y no las que mi amo dice. ¿Qué han hecho estos desdichados, que ansí los azotan, y cómo este hombre solo que anda por aquí silbando tiene atrevimiento para azotar a tanta gente? Ahora yo digo que este es infierno, o por lo menos el purgatorio».

Don Quijote, que vio la atención con que Sancho miraba lo que pasaba, le dijo:

-¡Ah, Sancho amigo, y con qué brevedad y cuán a poca costa os podíades vos, si quisiésedes, desnudar de medio cuerpo arriba, y poneros entre estos señores y acabar con el desencanto de Dulcinea! Pues con la miseria y pena de tantos no sentiríades vos mucho la vuestra, y más, que podría ser que el sabio Merlín tomase en cuenta cada azote destos, por ser dados de buena mano, por diez de los que vos finalmente os habéis de dar.

Preguntar quería el general qué azotes eran aquellos, o qué desencanto de Dulcinea, cuando dijo el marinero:

-Señal hace Monjuí de que hay bajel de remos en la costa por la banda del poniente.

Esto oído, saltó el general en la crujía y dijo:

-¡Ea, hijos, no se nos vaya! Algún bergantín de cosarios de Argel debe de ser este que la atalaya nos señala.

Llegáronse luego las otras tres galeras a la capitana a saber lo que se les ordenaba. Mandó el general que las dos saliesen a la mar, y él con la otra iría tierra a tierra, porque ansí el bajel no se les escaparía. Apretó la chusma los remos, impeliendo las galeras con tanta furia, que parecía que volaban. Las que salieron a la mar a obra de dos millas descubrieron un bajel, que con la vista le marcaron por de hasta catorce o quince bancos, y así era la verdad; el cual bajel, cuando descubrió las galeras, se puso en caza, con intención y esperanza de escaparse por su ligereza, pero avínole mal, porque la galera capitana era de los más ligeros bajeles que en la mar navegaban, y así le fue entrando, que claramente los del bergantín conocieron que no podían escaparse, y, así, el arráez quisiera que dejaran los remos y se entregaran, por no irritar a enojo al capitán que nuestras galeras regía. Pero la suerte, que de otra manera lo guiaba, ordenó que ya que la capitana llegaba tan cerca que podían los del bajel oír las voces que desde ella les decían que se rindiesen, dos toraquis, que es como decir dos turcos borrachos, que en el bergantín venían con otros doce, dispararon dos escopetas, con que dieron muerte a dos soldados que sobre nuestras arrumbadas venían. Viendo lo cual juró el general de no dejar con vida a todos cuantos en el bajel tomase; y llegando a embestir con toda furia, se le escapó por debajo de la palamenta. Pasó la galera adelante un buen trecho; los del bajel se vieron perdidos, hicieron vela en tanto que la galera volvía, y de nuevo a vela y a remo se pusieron en caza; pero no les aprovechó su diligencia tanto como les dañó su atrevimiento, porque alcanzándoles la capitana a poco más de media milla, les echó la palamenta encima y los cogió vivos a todos.

Llegaron en esto las otras dos galeras, y todas cuatro con la presa volvieron a la playa, donde infinita gente los estaba esperando, deseosos de ver lo que traían. Dio fondo el general cerca de tierra y conoció que estaba en la marina el virrey de la ciudad. Mandó echar el esquife para traerle y mandó amainar la entena para ahorcar luego luego al arráez y a los demás turcos que en el bajel había cogido, que serían hasta treinta y seis personas, todos gallardos, y los más, escopeteros turcos. Preguntó el general quién era el arráez del bergantín, y fuele respondido por uno de los cautivos en lengua castellana (que después pareció ser renegado español):

-Este mancebo, señor, que aquí veis es nuestro arráez.

Y mostróle uno de los más bellos y gallardos mozos que pudiera pintar la humana imaginación. La edad al parecer no llegaba a veinte años. Preguntóle el general:

-Dime, mal aconsejado perro, ¿quién te movió a matarme mis soldados, pues veías ser imposible el escaparte? ¿Ese respeto se guarda a las capitanas? ¿No sabes tú que no es valentía la temeridad? Las esperanzas dudosas han de hacer a los hombres atrevidos, pero no temerarios.

Responder quería el arráez, pero no pudo el general por entonces oír la respuesta, por acudir a recebir al virrey, que ya entraba en la galera, con el cual entraron algunos de sus criados y algunas personas del pueblo.

-¡Buena ha estado la caza, señor general! -dijo el virrey.

-Y tan buena -respondió el general- cual la verá Vuestra Excelencia agora colgada de esta entena.

-¿Cómo ansí? -replicó el virrey.

-Porque me han muerto -respondió el general-, contra toda ley y contra toda razón y usanza de guerra, dos soldados de los mejores que en estas galeras venían, y yo he jurado de ahorcar a cuantos he cautivado, principalmente a este mozo, que es el arráez del bergantín.

Y enseñóle al que ya tenía atadas las manos y echado el cordel a la garganta, esperando la muerte.

Miróle el virrey, y viéndole tan hermoso y tan gallardo y tan humilde, dándole en aquel instante una carta de recomendación su hermosura, le vino deseo de escusar su muerte y, así, le preguntó:

-Dime, arráez, ¿eres turco de nación o moro o renegado?

A lo cual el mozo respondió, en lengua asimesmo castellana:

-Ni soy turco de nación, ni moro, ni renegado.

-Pues ¿qué eres? -replicó el virrey.

-Mujer cristiana -respondió el mancebo.

-¿Mujer y cristiana y en tal traje y en tales pasos? Más es cosa para admirarla que para creerla.

-Suspended -dijo el mozo-, ¡oh señores!, la ejecución de mi muerte, que no se perderá mucho en que se dilate vuestra venganza en tanto que yo os cuente mi vida.

¿Quién fuera el de corazón tan duro que con estas razones no se ablandara, o a lo menos hasta oír las que el triste y lastimado mancebo decir quería? El general le dijo que dijese lo que quisiese, pero que no esperase alcanzar perdón de su conocida culpa. Con esta licencia, el mozo comenzó a decir desta manera: