De la segunda salida de nuestro buen caballero don
Quijote de la Mancha
Estando en esto, comenzó a dar voces don Quijote, diciendo:
-¡Aquí, aquí, valerosos caballeros, aquí es menester mostrar
la fuerza de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo mejor del torneo!
Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasó adelante con el escrutinio
de los demás libros que quedaban, y así se cree que fueron al fuego,
sin ser vistos ni oídos, La Carolea y León de España, con los
hechos del Emperador, compuestos por don Luis de Ávila, que sin duda debían
de estar entre los que quedaban, y quizá si el cura los viera no pasaran por
tan rigurosa sentencia.
Cuando llegaron a don Quijote, ya él estaba levantado de la cama y proseguía
en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses a todas partes, estando
tan despierto como si nunca hubiera dormido. Abrazáronse con él y por
fuerza le volvieron al lecho; y después que hubo sosegado un poco, volviéndose
a hablar con el cura le dijo:
-Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran mengua de los que
nos llamamos Doce Pares dejar tan sin más ni más llevar la vitoria
deste torneo a los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado
el prez en los tres días antecedentes.
-Calle vuestra merced, señor compadre -dijo el cura-, que Dios será
servido que la suerte se mude y que lo que hoy se pierde se gane mañana; y
atienda vuestra merced a su salud por agora, que me parece que debe de estar demasiadamente
cansado, si ya no es que está malferido.
-Ferido, no -dijo don Quijote-, pero molido y quebrantado, no hay duda en ello, porque
aquel bastardo de don Roldán me ha molido a palos con el tronco de una encina,
y todo de envidia, porque ve que yo solo soy el opuesto de sus valentías;
mas no me llamaría yo Reinaldos de Montalbán, si en levantándome
deste lecho no me lo pagare, a pesar de todos sus encantamentos; y por agora tráiganme
de yantar, que sé que es lo que más me hará al caso, y quédese
lo del vengarme a mi cargo.
Hiciéronlo ansí: diéronle de comer, y quedóse otra vez
dormido, y ellos, admirados de su locura.
Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en
el corral y en toda la casa, y tales debieron de arder que merecían guardarse
en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador,
y así se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces
justos por pecadores.
Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron por entonces para el mal de su
amigo fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase
no los hallase -quizá quitando la causa cesaría el efeto-, y que dijesen
que un encantador se los había llevado, y el aposento y todo; y así
fue hecho con mucha presteza. De allí a dos días, se levantó
don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y como no hallaba el
aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole.
Llegaba adonde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y
volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra; pero al cabo
de una buena pieza preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el
aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había
de responder, le dijo:
-¿Qué aposento o qué nada busca vuestra merced? Ya no hay aposento
ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mesmo diablo.
-No era diablo -replicó la sobrina-, sino un encantador que vino sobre una
nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se
partió, y, apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró
en el aposento, y no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió
volando por el tejado y dejó la casa llena de humo; y cuando acordamos a mirar
lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno: solo se nos acuerda muy bien
a mí y al ama que al tiempo del partirse aquel mal viejo dijo en altas voces
que por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros y aposento
dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería. Dijo
también que se llamaba «el sabio Muñatón».
-«Frestón» diría -dijo don Quijote.
-No sé -respondió el ama- si se llamaba «Frestón»
o «Fritón», solo sé que acabó en tón su nombre.
-Así es -dijo don Quijote-, que ese es un sabio encantador, grande enemigo
mío, que me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y letras que tengo de
venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien
él favorece y le tengo de vencer sin que él lo pueda estorbar, y por
esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y mándole yo que mal
podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado.
-¿Quién duda de eso? -dijo la sobrina-. Pero ¿quién le
mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será
mejor estarse pacífico en su casa, y no irse por el mundo a buscar pan de
trastrigo, sin considerar que muchos van por lana y vuelven tresquilados?
¡Oh sobrina mía -respondió don Quijote-, y cuán mal que
estás en la cuenta! Primero que a mí me tresquilen tendré peladas
y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello.
No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía
la cólera.
Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin
dar muestras de querer segundar sus primeros devaneos; en los cuales días
pasó graciosísimos cuentos con sus dos compadres el cura y el barbero,
sobre que él decía que la cosa de que más necesidad tenía
el mundo era de caballeros andantes yde que en él se resucitase la caballería
andantesca. El cura algunas veces le contradecía y otras concedía,
porque si no guardaba este artificio no había poder averiguarse con él.
En este tiempo solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien
-si es que este título se puede dar al que es pobre-, pero de muy poca sal
en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió,
que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero.
Decíale entre otras cosas don Quijote que se dispusiese a ir con él
de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase, en quítame
allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador
della. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba
el labrador, dejó su mujer y hijos y asentó por escudero de su vecino.
Dio luego don Quijote orden en buscar dineros, y, vendiendo una cosa y empeñando
otra y malbaratándolas todas, llegó una razonable cantidad. Acomodóse
asimesmo de una rodela que pidió prestada a un su amigo y, pertrechando su
rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho del día y
la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se acomodase de lo que
viese que más le era menester. Sobre todo, le encargó que llevase alforjas.
Él dijo que sí llevaría y que ansimesmo pensaba llevar un asno
que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho a andar mucho a pie.
En lo del asno reparó un poco don Quijote, imaginando si se le acordaba si
algún caballero andante había traído escudero caballero asnalmente,
pero nunca le vino alguno a la memoria; mas, con todo esto, determinó que
le llevase, con presupuesto de acomodarle de más honrada caballería
en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés
caballero que topase. Proveyóse de camisas y de las demás cosas que
él pudo, conforme al consejo que el ventero le había dado; todo lo
cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote
de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese; en
la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían
aunque los buscasen.
Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota,
y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había
prometido. Acertó don Quijote a tomar la misma derrota y camino que el que
él había tomado en su primer viaje, que fue por el campo de Montiel,
por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque por ser la hora
de la mañana y herirles a soslayo los rayos del sol no les fatigaban. Dijo
en esto Sancho Panza a su amo:
-Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que
de la ínsula me tiene prometido, que yo la sabré gobernar, por grande
que sea.
A lo cual le respondió don Quijote:
-Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros
andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos
que ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte tan agradecida
usanza, antes pienso aventajarme en ella: porque ellos algunas veces, y quizá
las más, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos, y, ya después
de hartos de servir y de llevar malos días y peores noches, les daban algún
título de conde, o por lo mucho de marqués, de algún valle o
provincia de poco más a menos; pero si tú vives y yo vivo bien podría
ser que antes de seis días ganase yo tal reino, que tuviese otros a él
adherentes que viniesen de molde para coronarte por rey de uno dellos. Y no lo tengas
a mucho, que cosas y casos acontecen a los tales caballeros por modos tan nunca vistos
ni pensados, que con facilidad te podría dar aun más de lo que te prometo.
-De esa manera -respondió Sancho Panza-, si yo fuese rey por algún
milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos Juana Gutiérrez, mi oíslo,
vendría a ser reina, y mis hijos infantes.
-Pues ¿quién lo duda? -respondió don Quijote.
-Yo lo dudo -replicó Sancho Panza-, porque tengo para mí que, aunque
lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la cabeza
de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para
reina; condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.
-Encomiéndalo tú a Dios, Sancho -respondió don Quijote-, que
Él dará lo que más le convenga; pero no apoques tu ánimo
tanto, que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado.
-No haré, señor mío -respondió Sancho-, y más
teniendo tan principal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello
que me esté bien y yo pueda llevar. |