De la pendencia que don Quijote tuvo con el cabrero,
con la rara aventura de los deceplinantes, a quien dio felice fin a costa de su sudor
General gusto causó el cuento del cabrero a todos los que escuchado le habían;
especialmente le recibió el canónigo, que con estraña curiosidad
notó la manera con que le había contado, tan lejos de parecer rústico
cabrero cuan cerca de mostrarse discreto cortesano, y, así, dijo que había
dicho muy bien el cura en decir que los montes criaban letrados. Todos se ofrecieron
a Eugenio, pero el que más se mostró liberal en esto fue don Quijote,
que le dijo:
-Por cierto, hermano cabrero, que si yo me hallara posibilitado de poder comenzar
alguna aventura, que luego luego me pusiera en camino porque vos la tuviérades
buena, que yo sacara del monesterio (donde sin duda alguna debe de estar contra su
voluntad) a Leandra, a pesar de la abadesa y de cuantos quisieran estorbarlo, y os
la pusiera en vuestras manos, para que hiciérades della a toda vuestra voluntad
y talante, guardando, pero, las leyes de la caballería, que mandan que a ninguna
doncella se le sea fecho desaguisado alguno; aunque yo espero en Dios nuestro Señor
que no ha de poder tanto la fuerza de un encantador malicioso, que no pueda más
la de otro encantador mejor intencionado, y para entonces os prometo mi favor y ayuda,
como me obliga mi profesión, que no es otra sino es favorecer a los desvalidos
y menesterosos.
Miróle el cabrero y, como vio a don Quijote de tan mal pelaje y catadura,
admiróse y preguntó al barbero, que cerca de sí tenía:
-Señor, ¿quién es este hombre que tal talle tiene y de tal manera
habla?
-¿Quién ha de ser -respondió el barbero- sino el famoso don
Quijote de la Mancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, el amparo de
las doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas?
-Eso me semeja -respondió el cabrero- a lo que se lee en los libros de caballeros
andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced dice, puesto
que para mí tengo o que vuestra merced se burla o que este gentilhombre debe
de tener vacíos los aposentos de la cabeza.
-Sois un grandísimo bellaco -dijo a esta sazón don Quijote-, y vos
sois el vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás
lo estuvo la muy hideputa puta que os parió.
Y, diciendo y haciendo, arrebató de un pan que junto a sí tenía
y dio con él al cabrero en todo el rostro, con tanta furia, que le remachó
las narices; mas el cabrero, que no sabía de burlas, viendo con cuántas
veras le maltrataban, sin tener respeto a la alhombra, ni a los manteles, ni a todos
aquellos que comiendo estaban, saltó sobre don Quijote y, asiéndole
del cuello con entrambas manos, no dudara de ahogalle, si Sancho Panza no llegara
en aquel punto y le asiera por las espaldas y diera con él encima de la mesa,
quebrando platos, rompiendo tazas y derramando y esparciendo cuanto en ella estaba.
Don Quijote, que se vio libre, acudió a subirse sobre el cabrero, el cual,
lleno de sangre el rostro, molido a coces de Sancho, andaba buscando a gatas algún
cuchillo de la mesa para hacer alguna sanguinolenta venganza, pero estorbábanselo
el canónigo y el cura; mas el barbero hizo de suerte que el cabrero cogió
debajo de sí a don Quijote, sobre el cual llovió tanto número
de mojicones, que del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre como
del suyo.
Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo,
zuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando en pendencia están
trabados; sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se podía desasir
de un criado del canónigo, que le estorbaba que a su amo no ayudase.
En resolución, estando todos en regocijo y fiesta, sino los dos aporreantes
que se carpían, oyeron el son de una trompeta, tan triste, que les hizo volver
los rostros hacia donde les pareció que sonaba; pero el que más se
alborotó de oírle fue don Quijote, el cual, aunque estaba debajo del
cabrero, harto contra su voluntad y más que medianamente molido, le dijo:
-Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo, pues has tenido valor y fuerzas
para sujetar las mías, ruégote que hagamos treguas, no más de
por una hora, porque el doloroso son de aquella trompeta que a nuestros oídos
llega me parece que a alguna nueva aventura me llama.
El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejó luego, y
don Quijote se puso en pie, volviendo asimismo el rostro a donde el son se oía,
y vio a deshora que por un recuesto bajaban muchos hombres vestidos de blanco, a
modo de diciplinantes.
Era el caso que aquel año habían las nubes negado su rocío a
la tierra y por todos los lugares de aquella comarca se hacían procesiones,
rogativas y diciplinas, pidiendo a Dios abriese las manos de su misericordia y les
lloviese; y para este efecto la gente de una aldea que allí junto estaba venía
en procesión a una devota ermita que en un recuesto de aquel valle había.
Don Quijote, que vio los estraños trajes de los diciplinantes, sin pasarle
por la memoria las muchas veces que los había de haber visto, se imaginó
que era cosa de aventura y que a él solo tocaba, como a caballero andante,
el acometerla, y confirmóle más esta imaginación pensar que
una imagen que traían cubierta de luto fuese alguna principal señora
que llevaban por fuerza aquellos follones y descomedidos malandrines; y como esto
le cayó en las mientes, con gran ligereza arremetió a Rocinante, que
paciendo andaba, quitándole del arzón el freno y el adarga, y en un
punto le enfrenó, y, pidiendo a Sancho su espada, subió sobre Rocinante
y embrazó su adarga y dijo en alta voz a todos los que presentes estaban:
-Agora, valerosa compañía, veredes cuánto importa que haya en
el mundo caballeros que profesen la orden de la andante caballería; agora
digo que veredes, en la libertad de aquella buena señora que allí va
cautiva, si se han de estimar los caballeros andantes.
Y en diciendo esto apretó los muslos a Rocinante, porque espuelas no las tenía,
y a todo galope, porque carrera tirada no se lee en toda esta verdadera historia
que jamás la diese Rocinante, se fue a encontrar con los diciplinantes, bien
que fueran el cura y el canónigo y barbero a detenelle; mas no les fue posible,
ni menos le detuvieron las voces que Sancho le daba, diciendo:
-¿Adónde va, señor don Quijote? ¿Qué demonios
lleva en el pecho que le incitan a ir contra nuestra fe católica? Advierta,
mal haya yo, que aquella es procesión de diciplinantes y que aquella señora
que llevan sobre la peana es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla;
mire, señor, lo que hace, que por esta vez se puede decir que no es lo que
sabe.
Fatigóse en vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar a los ensabanados
y en librar a la señora enlutada, que no oyó palabra, y aunque la oyera,
no volviera, si el rey se lo mandara. Llegó, pues, a la procesión y
paró a Rocinante, que ya llevaba deseo de quietarse un poco, y con turbada
y ronca voz dijo:
-Vosotros, que quizá por no ser buenos os encubrís los rostros, atended
y escuchad lo que deciros quiero.
Los primeros que se detuvieron fueron los que la imagen llevaban; y uno de los cuatro
clérigos que cantaban las ledanías, viendo la estraña catadura
de don Quijote, la flaqueza de Rocinante y otras circunstancias de risa que notó
y descubrió en don Quijote, le respondió, diciendo:
-Señor hermano, si nos quiere decir algo, dígalo presto, porque se
van estos hermanos abriendo las carnes, y no podemos ni es razón que nos detengamos
a oír cosa alguna, si ya no es tan breve que en dos palabras se diga.
-En una lo diré -replicó don Quijote-, y es esta: que luego al punto
dejéis libre a esa hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante
dan claras muestras que la lleváis contra su voluntad y que algún notorio
desaguisado le habedes fecho; y yo, que nací en el mundo para desfacer semejantes
agravios, no consentiré que un solo paso adelante pase sin darle la deseada
libertad que merece.
En estas razones cayeron todos los que las oyeron que don Quijote debía de
ser algún hombre loco, y tomáronse a reír muy de gana, cuya
risa fue poner pólvora a la cólera de don Quijote, porque, sin decir
más palabra, sacando la espada, arremetió a las andas. Uno de aquellos
que las llevaban, dejando la carga a sus compañeros, salió al encuentro
de don Quijote, enarbolando una horquilla o bastón con que sustentaba las
andas en tanto que descansaba; y recibiendo en ella una gran cuchillada que le tiró
don Quijote, con que se la hizo dos partes, con el último tercio que le quedó
en la mano dio tal golpe a don Quijote encima de un hombro, por el mismo lado de
la espada -que no pudo cubrir el adarga contra villana fuerza-, que el pobre don
Quijote vino al suelo muy malparado.
Sancho Panza, que jadeando le iba a los alcances, viéndole caído, dio
voces a su moledor que no le diese otro palo, porque era un pobre caballero encantado,
que no había hecho mal a nadie en todos los días de su vida. Mas lo
que detuvo al villano no fueron las voces de Sancho, sino el ver que don Quijote
no bullía pie ni mano, y, así, creyendo que le había muerto,
con priesa se alzó la túnica a la cinta y dio a huir por la campaña
como un gamo.
Ya en esto llegaron todos los de la compañía de don Quijote adonde
él estaba; mas los de la procesión, que los vieron venir corriendo,
y con ellos los cuadrilleros con sus ballestas, temieron algún mal suceso
y hiciéronse todos un remolino alrededor de la imagen, y alzados los capirotes,
empuñando las diciplinas, y los clérigos los ciriales, esperaban el
asalto con determinación de defenderse, y aun ofender si pudiesen, a sus acometedores.
Pero la fortuna lo hizo mejor que se pensaba, porque Sancho no hizo otra cosa que
arrojarse sobre el cuerpo de su señor, haciendo sobre él el más
doloroso y risueño llanto del mundo, creyendo que estaba muerto.
El cura fue conocido de otro cura que en la procesión venía, cuyo conocimiento
puso en sosiego el concebido temor de los dos escuadrones. El primer cura dio al
segundo, en dos razones, cuenta de quién era don Quijote, y así él
como toda la turba de los diciplinantes fueron a ver si estaba muerto el pobre caballero
y oyeron que Sancho Panza, con lágrimas en los ojos, decía:
-¡Oh flor de la caballería, que con solo un garrotazo acabaste la carrera
de tus tan bien gastados años! ¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria
de toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual, faltando tú en él,
quedará lleno de malhechores sin temor de ser castigados de sus malas fechorías!
¡Oh liberal sobre todos los Alejandros, pues por solos ocho meses de servicio
me tenías dada la mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh
humilde con los soberbios y arrogante con los humildes [32], acometedor de peligros,
sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los buenos, azote de los malos,
enemigo de los ruines, en fin, caballero andante, que es todo lo que decir se puede!
Con las voces y gemidos de Sancho revivió don Quijote, y la primer palabra
que dijo fue:
-El que de vos vive ausente, dulcísima Dulcinea, a mayores miserias que estas
está sujeto. Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme sobre el carro encantado,
que ya no estoy para oprimir la silla de Rocinante, porque tengo todo este hombro
hecho pedazos.
-Eso haré yo de muy buena gana, señor mío -respondió
Sancho-, y volvamos a mi aldea en compañía destos señores que
su bien desean, y allí daremos orden de hacer otra salida que nos sea de más
provecho y fama.
-Bien dices, Sancho -respondió don Quijote-, y será gran prudencia
dejar pasar el mal influjo de las estrellas que agora corre.
El canónigo y el cura y barbero le dijeron que haría muy bien en hacer
lo que decía, y así, habiendo recebido grande gusto de las simplicidades
de Sancho Panza, pusieron a don Quijote en el carro, como antes venía. La
procesión volvió a ordenarse y a proseguir su camino; el cabrero se
despidió de todos; los cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y el cura
les pagó lo que se les debía; el canónigo pidió al cura
le avisase el suceso de don Quijote, si sanaba de su locura o si proseguía
en ella, y con esto tomó licencia para seguir su viaje. En fin, todos se dividieron
y apartaron, quedando solos el cura y barbero, don Quijote y Panza y el bueno de
Rocinante, que a todo lo que había visto estaba con tanta paciencia como su
amo. |