De las discretas altercaciones que don Quijote y
el canónigo tuvieron, con otros sucesos
-¡Bueno está eso! -respondió don Quijote-. Los libros que están
impresos con licencia de los reyes y con aprobación de aquellos a quien se
remitieron, y que con gusto general son leídos y celebrados de los grandes
y de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados e ignorantes, de los
plebeyos y caballeros... , finalmente, de todo género de personas de cualquier
estado y condición que sean, ¿habían de ser mentira, y más
llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la madre, la patria,
los parientes, la edad, el lugar y las hazañas, punto por punto y día
por día, que el tal caballero hizo, o caballeros hicieron? Calle vuestra merced,
no diga tal blasfemia, y créame que le aconsejo en esto lo que debe de hacer
como discreto, sino léalos y verá el gusto que recibe de su leyenda.
Si no, dígame: ¿hay mayor contento que ver, como si dijésemos,
aquí ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo a
borbollones, y que andan nadando y cruzando por él muchas serpientes, culebras
y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces y espantables, y que
del medio del lago sale una voz tristísima que dice: «Tú, caballero,
quienquiera que seas, que el temeroso lago estás mirando, si quieres alcanzar
el bien que debajo destas negras aguas se encubre, muestra el valor de tu fuerte
pecho y arrójate en mitad de su negro y encendido licor, porque si así
no lo haces, no serás digno de ver las altas maravillas que en sí encierran
y contienen los siete castillos de las siete fadas que debajo desta negregura yacen»?
¿Y que apenas el caballero no ha acabado de oír la voz temerosa, cuando,
sin entrar más en cuentas consigo, sin ponerse a considerar el peligro a que
se pone y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose
a Dios y a su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y cuando no se
cata ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien
los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? Allí le parece que el
cielo es más transparente y que el sol luce con claridad más nueva.
Ofrécesele a los ojos una apacible floresta de tan verdes y frondosos árboles
compuesta, que alegra a la vista su verdura, y entretiene los oídos el dulce
y no aprendido canto de los pequeños, infinitos y pintados pajarillos que
por los intricados ramos van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas frescas
aguas, que líquidos cristales parecen, corren sobre menudas arenas y blancas
pedrezuelas, que oro cernido y puras perlas semejan; acullá vee una artificiosa
fuente de jaspe variado y de liso mármol compuesta; acá vee otra a
lo brutesco adornada, adonde las menudas conchas de las almejas con las torcidas
casas blancas y amarillas del caracol, puestas con orden desordenada, mezclados entre
ellas pedazos de cristal luciente y de contrahechas esmeraldas, hacen una variada
labor, de manera que el arte, imitando a la naturaleza, parece que allí la
vence. Acullá de improviso se le descubre un fuerte castillo o vistoso alcázar,
cuyas murallas son de macizo oro, las almenas de diamantes, las puertas de jacintos:
finalmente, él es de tan admirable compostura, que, con ser la materia de
que está formado no menos que de diamantes, de carbuncos, de rubíes,
de perlas, de oro y de esmeraldas, es de más estimación su hechura.
¿Y hay más que ver, después de haber visto esto, que ver salir
por la puerta del castillo un buen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos
trajes, si yo me pusiese ahora a decirlos como las historias nos los cuentan, sería
nunca acabar, y tomar luego la que parecía principal de todas por la mano
al atrevido caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin
hablarle palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como
su madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo
con olorosos ungüentos y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda
olorosa y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un mantón sobre los
hombros, que, por lo menos menos, dicen que suele valer una ciudad, y aun más?
¿Qué es ver, pues, cuando nos cuentan que tras todo esto le llevan
a otra sala, donde halla puestas las mesas con tanto concierto, que queda suspenso
y admirado? ¿Qué el verle echar agua a manos, toda de ámbar
y de olorosas flores distilada? ¿Qué el hacerle sentar sobre una silla
de marfil? ¿Qué verle servir todas las doncellas, guardando un maravilloso
silencio? ¿Qué el traerle tanta diferencia de manjares, tan sabrosamente
guisados, que no sabe el apetito a cuál deba de alargar la mano? ¿Cuál
será oír la música que en tanto que come suena sin saberse quién
la canta ni adónde suena? ¿Y, después de la comida acabada y
las mesas alzadas, quedarse el caballero recostado sobre la silla, y quizá
mondándose los dientes, como es costumbre, entrar a deshora por la puerta
de la sala otra mucho más hermosa doncella que ninguna de las primeras, y
sentarse al lado del caballero y comenzar a darle cuenta de qué castillo es
aquel y de cómo ella está encantada en él, con otras cosas que
suspenden al caballero y admiran a los leyentes que van leyendo su historia? No quiero
alargarme más en esto, pues dello se puede colegir que cualquiera parte que
se lea de cualquiera historia de caballero andante ha de causar gusto y maravilla
a cualquiera que la leyere. Y vuestra merced créame y, como otra vez le he
dicho, lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía
que tuviere y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí
sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido,
liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor
de trabajos, de prisiones, de encantos; y aunque ha tan poco que me vi encerrado
en una jaula como loco, pienso, por el valor de mi brazo, favoreciéndome el
cielo y no me siendo contraria la fortuna, en pocos días verme rey de algún
reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra.
Que, mía fe, señor, el pobre está inhabilitado de poder mostrar
la virtud de liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea, y el agradecimiento
que solo consiste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras. Por
esto querría que la fortuna me ofreciese presto alguna ocasión donde
me hiciese emperador, por mostrar mi pecho haciendo bien a mis amigos, especialmente
a este pobre de Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, y querría
darle un condado que le tengo muchos días ha prometido, sino que temo que
no ha de tener habilidad para gobernar su estado.
Casi estas últimas palabras oyó Sancho a su amo, a quien dijo:
-Trabaje vuestra merced, señor don Quijote, en darme ese condado tan prometido
de vuestra merced como de mí esperado, que yo le prometo que no me falte a
mí habilidad para gobernarle; y cuando me faltare, yo he oído decir
que hay hombres en el mundo que toman en arrendamiento los estados de los señores
y les dan un tanto cada año, y ellos se tienen cuidado del gobierno, y el
señor se está a pierna tendida, gozando de la renta que le dan, sin
curarse de otra cosa: y así haré yo, y no repararé en tanto
más cuanto, sino que luego me desistiré de todo y me gozaré
mi renta como un duque, y allá se lo hayan.
-Eso, hermano Sancho -dijo el canónigo-, entiéndese en cuanto al gozar
la renta; empero, al administrar justicia ha de atender el señor del estado,
y aquí entra la habilidad y buen juicio, y principalmente la buena intención
de acertar: que si esta falta en los principios, siempre irán errados los
medios y los fines, y así suele Dios ayudar al buen deseo del simple como
desfavorecer al malo del discreto.
-No sé esas filosofías -respondió Sancho Panza-, mas solo sé
que tan presto tuviese yo el condado como sabría regirle, que tanta alma tengo
yo como otro, y tanto cuerpo como el que más, y tan rey sería yo de
mi estado como cada uno del suyo: y siéndolo, haría lo que quisiese;
y haciendo lo que quisiese, haría mi gusto; y haciendo mi gusto, estaría
contento; y en estando uno contento, no tiene más que desear; y no teniendo
más que desear, acabóse, y el estado venga, y a Dios y veámonos,
como dijo un ciego a otro.
-No son malas filosofías esas, como tú dices, Sancho, pero, con todo
eso, hay mucho que decir sobre esta materia de condados.
A lo cual replicó don Quijote:
-Yo no sé que haya más que decir: solo me guío por el ejemplo
que me da el grande Amadís de Gaula, que hizo a su escudero conde de la Ínsula
Firme, y, así, puedo yo sin escrúpulo de conciencia hacer conde a Sancho
Panza, que es uno de los mejores escuderos que caballero andante ha tenido.
Admirado quedó el canónigo de los concertados disparates que don Quijote
había dicho, del modo con que había pintado la aventura del Caballero
del Lago, de la impresión que en él habían hecho las pensadas
mentiras de los libros que había leído, y, finalmente, le admiraba
la necedad de Sancho, que con tanto ahínco deseaba alcanzar el condado que
su amo le había prometido.
Ya en esto volvían los criados del canónigo que a la venta habían
ido por la acémila del repuesto, y haciendo mesa de una alhombra y de la verde
yerba del prado, a la sombra de unos árboles se sentaron, y comieron allí,
porque el boyero no perdiese la comodidad de aquel sitio, como queda dicho. Y estando
comiendo, a deshora oyeron un recio estruendo y un son de esquila que por entre unas
zarzas y espesas matas que allí junto estaban sonaba, y al mesmo instante
vieron salir de entre aquellas malezas una hermosa cabra, toda la piel manchada de
negro, blanco y pardo. Tras ella venía un cabrero dándole voces y diciéndole
palabras a su uso, para que se detuviese o al rebaño volviese. La fugitiva
cabra, temerosa y despavorida, se vino a la gente, como a favorecerse della, y allí
se detuvo. Llegó el cabrero y, asiéndola de los cuernos, como si fuera
capaz de discurso y entendimiento le dijo: |