| Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de
						Mambrino y de la albarda, y otras aventuras sucedidas, con toda verdad 
 -¿Qué les parece a vuestras mercedes, señores -dijo el barbero-,
						de lo que afirman estos gentileshombres, pues aún porfían que esta
						no es bacía, sino yelmo?
 
 -Y quien lo contrario dijere -dijo don Quijote-, le haré yo conocer que miente,
						si fuere caballero, y si escudero, que remiente mil veces.
 
 Nuestro barbero, que a todo estaba presente, como tenía tan bien conocido
						el humor de don Quijote quiso esforzar su desatino y llevar adelante la burla, para
						que todos riesen, y dijo hablando con el otro barbero:
 
 -Señor barbero, o quien sois, sabed que yo también soy de vuestro oficio,
						y tengo más ha de veinte años carta de examen y conozco muy bien de
						todos los instrumentos de la barbería, sin que le falte uno; y ni más
						ni menos fui un tiempo en mi mocedad soldado, y sé también qué
						es yelmo y qué es morrión y celada de encaje, y otras cosas tocantes
						a la milicia, digo, a los géneros de armas de los soldados; y digo, salvo
						mejor parecer, remitiéndome siempre al mejor entendimiento, que esta pieza
						que está aquí delante y que este buen señor tiene en las manos
						no solo no es bacía de barbero, pero está tan lejos de serlo como está
						lejos lo blanco de lo negro y la verdad de la mentira; también digo que este,
						aunque es yelmo, no es yelmo entero.
 
 -No, por cierto -dijo don Quijote-, porque le falta la mitad, que es la babera.
 
 -Así es -dijo el cura, que ya había entendido la intención de
						su amigo el barbero.
 
 Y lo mismo confirmó Cardenio, don Fernando y sus camaradas; y aun el oidor,
						si no estuviera tan pensativo con el negocio de don Luis, ayudara por su parte a
						la burla, pero las veras de lo que pensaba le tenían tan suspenso, que poco
						o nada atendía a aquellos donaires.
 
 -¡Válame Dios! -dijo a esta sazón el barbero burlado-. ¿Que
						es posible que tanta gente honrada diga que esta no es bacía, sino yelmo?
						Cosa parece esta que puede poner en admiración a toda una universidad, por
						discreta que sea. Basta. Si es que esta bacía es yelmo, también debe
						de ser esta albarda jaez de caballo, como este señor ha dicho.
 
 -A mí albarda me parece -dijo don Quijote-, pero ya he dicho que en eso no
						me entremeto.
 
 -De que sea albarda o jaez -dijo el cura- no está en más de decirlo
						el señor don Quijote, que en estas cosas de la caballería todos estos
						señores y yo le damos la ventaja.
 
 -Por Dios, señores míos -dijo don Quijote-, que son tantas y tan estrañas
						las cosas que en este castillo, en dos veces que en él he alojado, me han
						sucedido, que no me atreva a decir afirmativamente ninguna cosa de lo que acerca
						de lo que en él se contiene se preguntare, porque imagino que cuanto en él
						se trata va por vía de encantamento. La primera vez me fatigó mucho
						un moro encantado que en él hay, y a Sancho no le fue muy bien con otros sus
						secuaces; y anoche estuve colgado deste brazo casi dos horas, sin saber cómo
						ni cómo no vine a caer en aquella desgracia. Así que ponerme yo agora
						en cosa de tanta confusión a dar mi parecer será caer en juicio temerario.
						En lo que toca a lo que dicen que esta es bacía y no yelmo, ya yo tengo respondido;
						pero en lo de declarar si esa es albarda o jaez, no me atrevo a dar sentencia difinitiva:
						solo lo dejo al buen parecer de vuestras mercedes; quizá por no ser armados
						caballeros como yo lo soy no tendrán que ver con vuestras mercedes los encantamentos
						deste lugar, y tendrán los entendimientos libres y podrán juzgar de
						las cosas deste castillo como ellas son real y verdaderamente, y no como a mí
						me parecían.
 
 -No hay duda -respondió a esto don Fernando-, sino que el señor don
						Quijote ha dicho muy bien hoy, que a nosotros toca la difinición deste caso;
						y porque vaya con más fundamento, yo tomaré en secreto los votos destos
						señores, y de lo que resultare daré entera y clara noticia.
 
 Para aquellos que la tenían del humor de don Quijote era todo esto materia
						de grandísima risa, pero para los que le ignoraban les parecía el mayor
						disparate del mundo, especialmente a los cuatro criados de don Luis, y a don Luis
						ni más ni menos, y a otros tres pasajeros que acaso habían llegado
						a la venta, que tenían parecer de ser cuadrilleros, como en efeto lo eran.
						Pero el que más se desesperaba era el barbero, cuya bacía allí
						delante de sus ojos se le había vuelto en yelmo de Mambrino, y cuya albarda
						pensaba sin duda alguna que se le había de volver en jaez rico de caballo;
						y los unos y los otros se reían de ver cómo andaba don Fernando tomando
						los votos de unos en otros, hablándolos al oído para que en secreto
						declarasen si era albarda o jaez aquella joya sobre quien tanto se había peleado;
						y después que hubo tomado los votos de aquellos que a don Quijote conocían,
						dijo en alta voz:
 
 -El caso es, buen hombre, que ya yo estoy cansado de tomar tantos pareceres, porque
						veo que a ninguno pregunto lo que deseo saber que no me diga que es disparate el
						decir que esta sea albarda de jumento, sino jaez de caballo, y aun de caballo castizo;
						y, así, habréis de tener paciencia, porque, a vuestro pesar y al de
						vuestro asno, este es jaez, y no albarda, y vos habéis alegado y probado muy
						mal de vuestra parte.
 
 -No la tenga yo en el cielo -dijo el sobrebarbero-; si todos vuestras mercedes no
						se engañan, y que así parezca mi ánima ante Dios como ella me
						parece a mí albarda, y no jaez; pero allá van leyes, etc., y no digo
						más, y en verdad que no estoy borracho, que no me he desayunado, si de pecar
						no.
 
 No menos causaban risa las necedades que decía el barbero que los disparates
						de don Quijote, el cual a esta sazón dijo:
 
 -Aquí no hay más que hacer sino que cada uno tome lo que es suyo, y
						a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.
 
 Uno de los cuatro dijo:
 
 -Si ya no es que esto sea burla pensada, no me puedo persuadir que hombres de tan
						buen entendimiento como son o parecen todos los que aquí están, se
						atrevan a decir y afirmar que esta no es bacía, ni aquella albarda; mas como
						veo que lo afirman y lo dicen, me doy a entender que no carece de misterio el porfiar
						una cosa tan contraria de lo que nos muestra la misma verdad y la misma experiencia;
						porque voto a tal (y arrojóle redondo) que no me den a mí a entender
						cuantos hoy viven en el mundo al revés de que esta no sea bacía de
						barbero y esta albarda de asno.
 
 -Bien podría ser de borrica -dijo el cura.
 
 -Tanto monta -dijo el criado-, que el caso no consiste en eso, sino en si es o no
						es albarda, como vuestras mercedes dicen.
 
 Oyendo esto uno de los cuadrilleros que habían entrado, que había oído
						la pendencia y quistión, lleno de cólera y de enfado, dijo:
 
 -Tan albarda es como mi padre, y el que otra cosa ha dicho o dijere debe de estar
						hecho uva.
 
 -Mentís como bellaco villano -respondió don Quijote.
 
 Y alzando el lanzón, que nunca le dejaba de las manos, le iba a descargar
						tal golpe sobre la cabeza, que, a no desviarse el cuadrillero, se le dejara allí
						tendido. El lanzón se hizo pedazos en el suelo, y los demás cuadrilleros,
						que vieron tratar mal a su compañero, alzaron la voz pidiendo favor a la Santa
						Hermandad.
 
 El ventero, que era de la cuadrilla, entró al punto por su varilla y por su
						espada, y se puso al lado de sus compañeros; los criados de don Luis rodearon
						a don Luis, porque con el alboroto no se les fuese; el barbero, viendo la casa revuelta,
						tornó a asir de su albarda, y lo mismo hizo Sancho; don Quijote puso mano
						a su espada y arremetió a los cuadrilleros; don Luis daba voces a sus criados,
						que le dejasen a él y acorriesen a don Quijote, y a Cardenio y a don Fernando,
						que todos favorecían a don Quijote; el cura daba voces; la ventera gritaba;
						su hija se afligía; Maritornes lloraba; Dorotea estaba confusa; Luscinda,
						suspensa, y doña Clara, desmayada. El barbero aporreaba a Sancho; Sancho molía
						al barbero; don Luis, a quien un criado suyo se atrevió a asirle del brazo
						porque no se fuese, le dio una puñada que le bañó los dientes
						en sangre; el oidor le defendía; don Fernando tenía debajo de sus pies
						a un cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos muy a su sabor; el ventero
						tornó a reforzar la voz, pidiendo favor a la Santa Hermandad... De modo que
						toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias,
						cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre. Y en la mitad deste
						caos, máquina y laberinto de cosas, se le representó en la memoria
						de don Quijote que se veía metido de hoz y de coz en la discordia del campo
						de Agramante, y, así, dijo con voz que atronaba la venta:
 
 -¡Ténganse todos, todos envainen, todos se sosieguen, óiganme
						todos, si todos quieren quedar con vida!
 
 A cuya gran voz todos se pararon, y él prosiguió, diciendo:
 
 -¿No os dije yo, señores, que este castillo era encantado, y que alguna
						región de demonios debe de habitar en él? En confirmación de
						lo cual, quiero que veáis por vuestros ojos cómo se ha pasado aquí
						y trasladado entre nosotros la discordia del campo de Agramante. Mirad cómo
						allí se pelea por la espada, aquí por el caballo, acullá por
						el águila, acá por el yelmo, y todos peleamos y todos no nos entendemos.
						Venga, pues, vuestra merced, señor oidor, y vuestra merced, señor cura,
						y el uno sirva de rey Agramante y el otro de rey Sobrino, y póngannos en paz.
						Porque por Dios Todopoderoso que es gran bellaquería que tanta gente principal
						como aquí estamos se mate por causas tan livianas.
 
 Los cuadrilleros, que no entendían el frasis de don Quijote y se veían
						malparados de don Fernando, Cardenio y sus camaradas, no querían sosegarse;
						el barbero sí, porque en la pendencia tenía deshechas las barbas y
						el albarda; Sancho, a la más mínima voz de su amo, obedeció,
						como buen criado; los cuatro criados de don Luis también se estuvieron quedos,
						viendo cuán poco les iba en no estarlo; solo el ventero porfiaba que se habían
						de castigar las insolencias de aquel loco, que a cada paso le alborotaba la venta.
						Finalmente, el rumor se apaciguó por entonces, la albarda se quedó
						por jaez hasta el día del juicio, y la bacía por yelmo y la venta por
						castillo en la imaginación de don Quijote.
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