| Donde se prosigue la historia del cautivo 
 SONETO
 
 Almas dichosas que del mortal velo
 libres y esentas, por el bien que obrastes,
 desde la baja tierra os levantastes
 a lo más alto y lo mejor del cielo,
 y, ardiendo en ira y en honroso celo,
 de los cuerpos la fuerza ejercitastes,
 que en propia y sangre ajena colorastes
 el mar vecino y arenoso suelo:
 primero que el valor faltó la vida
 en los cansados brazos, que, muriendo,
 con ser vencidos, llevan la vitoria;
 y esta vuestra mortal, triste caída
 entre el muro y el hierro, os va adquiriendo
 fama que el mundo os da, y el cielo gloria.
 
 -Desa mesma manera le sé yo -dijo el cautivo.
 
 -Pues el del fuerte, si mal no me acuerdo -dijo el caballero-, dice así:
 
 SONETO
 
 De entre esta tierra estéril, derribada,
 destos terrones por el suelo echados,
 las almas santas de tres mil soldados
 subieron vivas a mejor morada,
 siendo primero en vano ejercitada
 la fuerza de sus brazos esforzados,
 hasta que al fin, de pocos y cansados,
 dieron la vida al filo de la espada.
 Y este es el suelo que continuo ha sido
 de mil memorias lamentables lleno
 en los pasados siglos y presentes.
 Mas no más justas de su duro seno
 habrán al claro cielo almas subido,
 ni aun él sostuvo cuerpos tan valientes.
 
 No parecieron mal los sonetos, y el cautivo se alegró con las nuevas que de
						su camarada le dieron y, prosiguiendo su cuento, dijo:
 
 -Rendidos, pues, la Goleta y el fuerte, los turcos dieron orden en desmantelar la
						Goleta (porque el fuerte quedó tal, que no hubo qué poner por tierra),
						y para hacerlo con más brevedad y menos trabajo la minaron por tres partes,
						pero con ninguna se pudo volar lo que parecía menos fuerte, que eran las murallas
						viejas, y todo aquello que había quedado en pie de la fortificación
						nueva que había hecho el Fratín, con mucha facilidad vino a tierra.
						En resolución, la armada volvió a Constantinopla triunfante y vencedora,
						y de allí a pocos meses murió mi amo el Uchalí, al cual llamaban
						Uchalí Fartax, que quiere decir en lengua turquesca ëel renegado tiñosoí,
						porque lo era, y es costumbre entre los turcos ponerse nombres de alguna falta que
						tengan o de alguna virtud que en ellos haya; y esto es porque no hay entre ellos
						sino cuatro apellidos de linajes, que decienden de la casa otomana, y los demás,
						como tengo dicho, toman nombre y apellido ya de las tachas del cuerpo, y ya de las
						virtudes del ánimo. Y este Tiñoso bogó el remo, siendo esclavo
						del Gran Señor, catorce años, y a más de los treinta y cuatro
						de su edad renegó, de despecho de que un turco, estando al remo, le dio un
						bofetón, y por poderse vengar dejó su fe; y fue tanto su valor, que,
						sin subir por los torpes medios y caminos que los más privados del Gran Turco
						suben, vino a ser rey de Argel, y después a ser general de la mar, que es
						el tercero cargo que hay en aquel señorío. Era calabrés de nación,
						y moralmente fue hombre de bien, y trataba con mucha humanidad a sus cautivos, que
						llegó a tener tres mil, los cuales, después de su muerte, se repartieron,
						como él lo dejó en su testamento, entre el Gran Señor (que también
						es hijo heredero de cuantos mueren y entra a la parte con los más hijos que
						deja el difunto) y entre sus renegados; y yo cupe a un renegado veneciano, que, siendo
						grumete de una nave, le cautivó el Uchalí, y le quiso tanto, que fue
						uno de los más regalados garzones suyos, y él vino a ser el más
						cruel renegado que jamás se ha visto. Llamábase Azán Agá,
						y llegó a ser muy rico y a ser rey de Argel; con el cual yo vine de Constantinopla,
						algo contento, por estar tan cerca de España, no porque pensase escribir a
						nadie el desdichado suceso mío, sino por ver si me era más favorable
						la suerte en Argel que en Constantinopla, donde ya había probado mil maneras
						de huirme, y ninguna tuvo sazón ni ventura, y pensaba en Argel buscar otros
						medios de alcanzar lo que tanto deseaba, porque jamás me desamparó
						la esperanza de tener libertad, y cuando en lo que fabricaba, pensaba y ponía
						por obra no correspondía el suceso a la intención, luego sin abandonarme
						fingía y buscaba otra esperanza que me sustentase, aunque fuese débil
						y flaca. Con esto entretenía la vida, encerrado en una prisión o casa
						que los turcos llaman baño, donde encierran los cautivos cristianos, así
						los que son del rey como de algunos particulares, y los que llaman del almacén,
						que es como decir cautivos del concejo, que sirven a la ciudad en las obras públicas
						que hace y en otros oficios; y estos tales cautivos tienen muy dificultosa su libertad,
						que, como son del común y no tienen amo particular, no hay con quien tratar
						su rescate, aunque le tengan. En estos baños, como tengo dicho, suelen llevar
						a sus cautivos algunos particulares del pueblo, principalmente cuando son de rescate,
						porque allí los tienen holgados y seguros hasta que venga su rescate. También
						los cautivos del rey que son de rescate no salen al trabajo con la demás chusma,
						si no es cuando se tarda su rescate; que entonces, por hacerles que escriban por
						él con más ahínco, les hacen trabajar y ir por leña con
						los demás, que es un no pequeño trabajo. Yo, pues, era uno de los de
						rescate, que, como se supo que era capitán, puesto que dije mi poca posibilidad
						y falta de hacienda, no aprovechó nada para que no me pusiesen en el número
						de los caballeros y gente de rescate. Pusiéronme una cadena, más por
						señal de rescate que por guardarme con ella, y así pasaba la vida en
						aquel baño, con otros muchos caballeros y gente principal, señalados
						y tenidos por de rescate. Y aunque la hambre y desnudez pudiera fatigarnos a veces,
						y aun casi siempre, ninguna cosa nos fatigaba tanto como oír y ver a cada
						paso las jamás vistas ni oídas crueldades que mi amo usaba con los
						cristianos. Cada día ahorcaba el suyo, empalaba a este, desorejaba aquel,
						y esto, por tan poca ocasión, y tan sin ella, que los turcos conocían
						que lo hacía no más de por hacerlo y por ser natural condición
						suya ser homicida de todo el género humano. Solo libró bien con él
						un soldado español llamado tal de Saavedra, el cual, con haber hecho cosas
						que quedarán en la memoria de aquellas gentes por muchos años, y todas
						por alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó dar, ni le
						dijo mala palabra; y por la menor cosa de muchas que hizo temíamos todos que
						había de ser empalado, y así lo temió él más de
						una vez; y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que
						este soldado hizo, que fuera parte para entreteneros y admiraros harto mejor que
						con el cuento de mi historia. Digo, pues, que encima del patio de nuestra prisión
						caían las ventanas de la casa de un moro rico y principal, las cuales, como
						de ordinario son las de los moros, más eran agujeros que ventanas, y aun estas
						se cubrían con celosías muy espesas y apretadas. Acaeció, pues,
						que un día, estando en un terrado de nuestra prisión con otros tres
						compañeros, haciendo pruebas de saltar con las cadenas, por entretener el
						tiempo, estando solos, porque todos los demás cristianos habían salido
						a trabajar, alcé acaso los ojos y vi que por aquellas cerradas ventanillas
						que he dicho parecía una caña, y al remate della puesto un lienzo atado,
						y la caña se estaba blandeando y moviéndose, casi como si hiciera señas
						que llegásemos a tomarla. Miramos en ello, y uno de los que conmigo estaban
						fue a ponerse debajo de la caña, por ver si la soltaban o lo que hacían;
						pero así como llegó alzaron la caña y la movieron a los dos
						lados, como si dijeran no con la cabeza. Volvióse el cristiano, y tornáronla
						a bajar y hacer los mesmos movimientos que primero. Fue otro de mis compañeros,
						y sucedióle lo mesmo que al primero. Finalmente, fue el tercero, y avínole
						lo que al primero y al segundo. Viendo yo esto, no quise dejar de probar la suerte,
						y así como llegué a ponerme debajo de la caña, la dejaron caer,
						y dio a mis pies dentro del baño. Acudí luego a desatar el lienzo,
						en el cual vi un nudo, y dentro dél venían diez cianíis, que
						son unas monedas de oro bajo que usan los moros, que cada una vale diez reales de
						los nuestros. Si me holgué con el hallazgo no hay para qué decirlo,
						pues fue tanto el contento como la admiración de pensar de dónde podía
						venirnos aquel bien, especialmente a mí, pues las muestras de no haber querido
						soltar la caña sino a mí claro decían que a mí se hacía
						la merced. Tomé mi buen dinero, quebré la caña, volvíme
						al terradillo, miré la ventana y vi que por ella salía una muy blanca
						mano, que la abrían y cerraban muy apriesa. Con esto entendimos o imaginamos
						que alguna mujer que en aquella casa vivía nos debía de haber hecho
						aquel beneficio, y en señal de que lo agradecíamos hecimos zalemas
						a uso de moros, inclinando la cabeza, doblando el cuerpo y poniendo los brazos sobre
						el pecho. De allí a poco sacaron por la mesma ventana una pequeña cruz
						hecha de cañas y luego la volvieron a entrar. Esta señal nos confirmó
						en que alguna cristiana debía de estar cautiva en aquella casa, y era la que
						el bien nos hacía; pero la blancura de la mano y las ajorcas que en ella vimos
						nos deshizo este pensamiento, puesto que imaginamos que debía de ser cristiana
						renegada, a quien de ordinario suelen tomar por legítimas mujeres sus mesmos
						amos, y aun lo tienen a ventura, porque las estiman en más que las de su nación.
						En todos nuestros discursos dimos muy lejos de la verdad del caso, y, así,
						todo nuestro entretenimiento desde allí adelante era mirar y tener por norte
						a la ventana donde nos había aparecido la estrella de la caña, pero
						bien se pasaron quince días en que no la vimos, ni la mano tampoco, ni otra
						señal alguna. Y aunque en este tiempo procuramos con toda solicitud saber
						quién en aquella casa vivía y si había en ella alguna cristiana
						renegada, jamás hubo quien nos dijese otra cosa sino que allí vivía
						un moro principal y rico, llamado Agi Morato, alcaide que había sido de la
						Pata, que es oficio entre ellos de mucha calidad. Mas cuando más descuidados
						estábamos de que por allí habían de llover más cianíis,
						vimos a deshora parecer la caña, y otro lienzo en ella, con otro nudo más
						crecido, y esto fue a tiempo que estaba el baño, como la vez pasada, solo
						y sin gente. Hecimos la acostumbrada prueba, yendo cada uno primero que yo, de los
						mismos tres que estábamos, pero a ninguno se rindió la caña
						sino a mí, porque en llegando yo la dejaron caer. Desaté el nudo y
						hallé cuarenta escudos de oro españoles y un papel escrito en arábigo,
						y al cabo de lo escrito hecha una grande cruz. Besé la cruz, tomé los
						escudos, volvíme al terrado, hecimos todos nuestras zalemas, tornó
						a parecer la mano, hice señas que leería el papel, cerraron la ventana.
						Quedamos todos confusos y alegres con lo sucedido, y como ninguno de nosotros no
						entendía el arábigo, era grande el deseo que teníamos de entender
						lo que el papel contenía, y mayor la dificultad de buscar quien lo leyese.
						En fin, yo me determiné de fiarme de un renegado, natural de Murcia, que se
						había dado por grande amigo mío, y puesto prendas entre los dos que
						le obligaban a guardar el secreto que le encargase; porque suelen algunos renegados,
						cuando tienen intención de volverse a tierra de cristianos, traer consigo
						algunas firmas de cautivos principales, en que dan fe, en la forma que pueden, como
						el tal renegado es hombre de bien y que siempre ha hecho bien a cristianos y que
						lleva deseo de huirse en la primera ocasión que se le ofrezca. Algunos hay
						que procuran estas fees con buena intención; otros se sirven dellas acaso
						y de industria: que viniendo a robar a tierra de cristianos, si a dicha se pierden
						o los cautivan, sacan sus firmas y dicen que por aquellos papeles se verá
						el propósito con que venían, el cual era de quedarse en tierra de cristianos,
						y que por eso venían en corso con los demás turcos. Con esto se escapan
						de aquel primer ímpetu y se reconcilian con la Iglesia, sin que se les haga
						daño; y cuando veen la suya, se vuelven a Berbería a ser lo que antes
						eran. Otros hay que usan destos papeles y los procuran con buen intento, y se quedan
						en tierra de cristianos. Pues uno de los renegados que he dicho era este mi amigo,
						el cual tenía firmas de todas nuestras camaradas, donde le acreditábamos
						cuanto era posible; y si los moros le hallaran estos papeles, le quemaran vivo. Supe
						que sabía muy bien arábigo, y no solamente hablarlo, sino escribirlo;
						pero antes que del todo me declarase con él, le dije que me leyese aquel papel,
						que acaso me había hallado en un agujero de mi rancho. Abrióle, y estuvo
						un buen espacio mirándole y construyéndole, murmurando entre los dientes.
						Preguntéle si lo entendía; díjome que muy bien, y que si quería
						que me lo declarase palabra por palabra, que le diese tinta y pluma, porque mejor
						lo hiciese. Dímosle luego lo que pedía, y él poco a poco lo
						fue traduciendo, y en acabando, dijo: «Todo lo que va aquí en romance,
						sin faltar letra, es lo que contiene este papel morisco, y hase de advertir que adonde
						dice Lela Marién quiere decir Nuestra Señora la Virgen María».
						Leímos el papel, y decía así:
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