Donde se prosigue la historia de la famosa infanta
Micomicona, con otras graciosas aventuras
Todo esto escuchaba Sancho, no con poco dolor de su ánima, viendo que se le
desparecían e iban en humo las esperanzas de su ditado y que la linda princesa
Micomicona se le había vuelto en Dorotea, y el gigante en don Fernando, y
su amo se estaba durmiendo a sueño suelto, bien descuidado de todo lo sucedido.
No se podía asegurar Dorotea si era soñado el bien que poseía;
Cardenio estaba en el mismo pensamiento, y el de Luscinda corría por la misma
cuenta. Don Fernando daba gracias al cielo por la merced recebida y haberle sacado
de aquel intricado laberinto, donde se hallaba tan a pique de perder el crédito
y el alma; y, finalmente, cuantos en la venta estaban estaban contentos y gozosos
del buen suceso que habían tenido tan trabados y desesperados negocios.
Todo lo ponía en su punto el cura, como discreto, y a cada uno daba el parabién
del bien alcanzado; pero quien más jubilaba y se contentaba era la ventera,
por la promesa que Cardenio y el cura le habían hecho de pagalle todos los
daños e intereses que por cuenta de don Quijote le hubiesen venido. Solo Sancho,
como ya se ha dicho, era el afligido, el desventurado y el triste; y así,
con malencónico semblante, entró a su amo, el cual acababa de despertar,
a quien dijo:
-Bien puede vuestra merced, señor Triste Figura, dormir todo lo que quisiere,
sin cuidado de matar a ningún gigante ni de volver a la princesa su reino,
que ya todo está hecho y concluido.
-Eso creo yo bien -respondió don Quijote-, porque he tenido con el gigante
la más descomunal y desaforada batalla que pienso tener en todos los días
de mi vida, y de un revés, ¡zas!, le derribé la cabeza en el
suelo, y fue tanta la sangre que le salió, que los arroyos corrían
por la tierra como si fueran de agua.
-Como si fueran de vino tinto, pudiera vuestra merced decir mejor -respondió
Sancho-, porque quiero que sepa vuestra merced, si es que no lo sabe, que el gigante
muerto es un cuero horadado, y la sangre, seis arrobas de vino tinto que encerraba
en su vientre, y la cabeza cortada es la puta que me parió, y llévelo
todo Satanás.
-¿Y qué es lo que dices, loco? -replicó don Quijote-. ¿Estás
en tu seso?
-Levántese vuestra merced -dijo Sancho- y verá el buen recado que ha
hecho y lo que tenemos que pagar, y verá a la reina convertida en una dama
particular llamada Dorotea, con otros sucesos que, si cae en ellos, le han de admirar.
-No me maravillaría de nada deso -replicó don Quijote-, porque, si
bien te acuerdas, la otra vez que aquí estuvimos te dije yo que todo cuanto
aquí sucedía eran cosas de encantamento, y no sería mucho que
ahora fuese lo mesmo.
-Todo lo creyera yo -respondió Sancho-, si también mi manteamiento
fuera cosa dese jaez, mas no lo fue, sino real y verdaderamente; y vi yo que el ventero
que aquí está hoy día tenía del un cabo de la manta y
me empujaba hacia el cielo con mucho donaire y brío, y con tanta risa como
fuerza; y donde interviene conocerse las personas, tengo para mí, aunque simple
y pecador, que no hay encantamento alguno, sino mucho molimiento y mucha mala ventura.
-Ahora bien, Dios lo remediará -dijo don Quijote-. Dame de vestir y déjame
salir allá fuera, que quiero ver los sucesos y transformaciones que dices.
Diole de vestir Sancho, y en el entretanto que se vestía contó el cura
a don Fernando y a los demás las locuras de don Quijote, y del artificio que
habían usado para sacarle de la Peña Pobre, donde él se imaginaba
estar por desdenes de su señora. Contóles asimismo casi todas las aventuras
que Sancho había contado, de que no poco se admiraron y rieron, por parecerles
lo que a todos parecía: ser el más estraño género de
locura que podía caber en pensamiento disparatado. Dijo más el cura:
que pues ya el buen suceso de la señora Dorotea impidía pasar con su
disignio adelante, que era menester inventar y hallar otro para poderle llevar a
su tierra. Ofrecióse Cardenio de proseguir lo comenzado, y que Luscinda haría
y representaría la persona de Dorotea.
-No -dijo don Fernando-, no ha de ser así, que yo quiero que Dorotea prosiga
su invención; que como no sea muy lejos de aquí el lugar deste buen
caballero, yo holgaré de que se procure su remedio.
-No está más de dos jornadas de aquí.
-Pues aunque estuviera más, gustara yo de caminallas, a trueco de hacer tan
buena obra.
Salió en esto don Quijote, armado de todos sus pertrechos, con el yelmo, aunque
abollado, de Mambrino en la cabeza, embrazado de su rodela y arrimado a su tronco
o lanzón. Suspendió a don Fernando y a los demás la estraña
presencia de don Quijote, viendo su rostro de media legua de andadura, seco y amarillo,
la desigualdad de sus armas y su mesurado continente, y estuvieron callando, hasta
ver lo que él decía; el cual, con mucha gravedad y reposo, puestos
los ojos en la hermosa Dorotea, dijo:
-Estoy informado, hermosa señora, deste mi escudero que la vuestra grandeza
se ha aniquilado y vuestro ser se ha deshecho, porque de reina y gran señora
que solíades ser os habéis vuelto en una particular doncella. Si esto
ha sido por orden del rey nigromante de vuestro padre, temeroso que yo no os diese
la necesaria y debida ayuda, digo que no supo ni sabe de la misa la media y que fue
poco versado en las historias caballerescas; porque si él las hubiera leído
y pasado tan atentamente y con tanto espacio como yo las pasé y leí,
hallara a cada paso como otros caballeros de menor fama que la mía habían
acabado cosas más dificultosas, no siéndolo mucho matar a un gigantillo,
por arrogante que sea; porque no ha muchas horas que yo me vi con él, y quiero
callar, porque no me digan que miento, pero el tiempo, descubridor de todas las cosas,
lo dirá cuando menos lo pensemos.
-Vístesos vos con dos cueros, que no con un gigante -dijo a esta sazón
el ventero.
Al cual mandó don Fernando que callase y no interrumpiese la plática
de don Quijote en ninguna manera; y don Quijote prosiguió diciendo:
-Digo, en fin, alta y desheredada señora, que si por la causa que he dicho
vuestro padre ha hecho este metamorfóseos en vuestra persona, que no le deis
crédito alguno, porque no hay ningún peligro en la tierra por quien
no se abra camino mi espada, con la cual poniendo la cabeza de vuestro enemigo en
tierra, os pondré a vos la corona de la vuestra en la cabeza en breves días.
No dijo más don Quijote y esperó a que la princesa le respondiese;
la cual, como ya sabía la determinación de don Fernando de que se prosiguiese
adelante en el engaño hasta llevar a su tierra a don Quijote, con mucho donaire
y gravedad le respondió:
-Quienquiera que os dijo, valeroso Caballero de la Triste Figura, que yo me había
mudado y trocado de mi ser, no os dijo lo cierto, porque la misma que ayer fui me
soy hoy. Verdad es que alguna mudanza han hecho en mí ciertos acaecimientos
de buena ventura, que me la han dado, la mejor que yo pudiera desearme; pero no por
eso he dejado de ser la que antes y de tener los mesmos pensamientos de valerme del
valor de vuestro valeroso e invulnerable brazo que siempre he tenido. Así
que, señor mío, vuestra bondad vuelva la honra al padre que me engendró
y téngale por hombre advertido y prudente, pues con su ciencia halló
camino tan fácil y tan verdadero para remediar mi desgracia, que yo creo que
si por vos, señor, no fuera, jamás acertara a tener la ventura que
tengo; y en esto digo tanta verdad como son buenos testigos della los más
destos señores que están presentes. Lo que resta es que mañana
nos pongamos en camino, porque ya hoy se podrá hacer poca jornada, y en lo
demás del buen suceso que espero, lo dejaré a Dios y al valor de vuestro
pecho.
Esto dijo la discreta Dorotea, y en oyéndolo don Quijote se volvió
a Sancho y con muestras de mucho enojo le dijo:
-Ahora te digo, Sanchuelo, que eres el mayor bellacuelo que hay en España.
Dime, ladrón, vagamundo, ¿no me acabaste de decir ahora que esta princesa
se había vuelto en una doncella que se llamaba Dorotea, y que la cabeza que
entiendo que corté a un gigante era la puta que te parió, con otros
disparates que me pusieron en la mayor confusión que jamás he estado
en todos los días de mi vida? ¡Voto... -y miró al cielo y apretó
los dientes-; que estoy por hacer un estrago en ti que ponga sal en la mollera a
todos cuantos mentirosos escuderos hubiere de caballeros andantes de aquí
adelante en el mundo!
-Vuestra merced se sosiegue, señor mío -respondió Sancho-, que
bien podría ser que yo me hubiese engañado en lo que toca a la mutación
de la señora princesa Micomicona; pero en lo que toca a la cabeza del gigante,
o a lo menos a la horadación de los cueros y a lo de ser vino tinto la sangre,
no me engaño, vive Dios, porque los cueros allí están heridos,
a la cabecera del lecho de vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago el
aposento, y si no, al freír de los huevos lo verá: quiero decir que
lo verá cuando aquí su merced del señor ventero le pida el menoscabo
de todo. De lo demás, de que la señora reina se esté como se
estaba, me regocijo en el alma, porque me va mi parte, como a cada hijo de vecino.
-Ahora yo te digo, Sancho -dijo don Quijote-, que eres un mentecato, y perdóname,
y basta.
-Basta -dijo don Fernando-, y no se hable más en esto; y pues la señora
princesa dice que se camine mañana, porque ya hoy es tarde, hágase
así, y esta noche la podremos pasar en buena conversación hasta el
venidero día, donde todos acompañaremos al señor don Quijote,
porque queremos ser testigos de las valerosas e inauditas hazañas que ha de
hacer en el discurso desta grande empresa que a su cargo lleva.
-Yo soy el que tengo de serviros y acompañaros -respondió don Quijote-,
y agradezco mucho la merced que se me hace y la buena opinión que de mí
se tiene, la cual procuraré que salga verdadera, o me costará la vida,
y aun más, si más costarme puede.
Muchas palabras de comedimiento y muchos ofrecimientos pasaron entre don Quijote
y don Fernando, pero a todo puso silencio un pasajero que en aquella sazón
entró en la venta, el cual en su traje mostraba ser cristiano recién
venido de tierra de moros, porque venía vestido con una casaca de paño
azul, corta de faldas, con medias mangas y sin cuello; los calzones eran asimismo
de lienzo azul, con bonete de la misma color; traía unos borceguíes
datilados y un alfanje morisco, puesto en un tahelí que le atravesaba el pecho.
Entró luego tras él, encima de un jumento, una mujer a la morisca vestida,
cubierto el rostro, con una toca en la cabeza; traía un bonetillo de brocado,
y vestida una almalafa, que desde los hombros a los pies la cubría.
Era el hombre de robusto y agraciado talle, de edad de poco más de cuarenta
años, algo moreno de rostro, largo de bigotes y la barba muy bien puesta;
en resolución, él mostraba en su apostura que si estuviera bien vestido
le juzgaran por persona de calidad y bien nacida.
Pidió en entrando un aposento, y como le dijeron que en la venta no le había,
mostró recebir pesadumbre y, llegándose a la que en el traje parecía
mora, la apeó en sus brazos. Luscinda, Dorotea, la ventera, su hija y Maritornes,
llevadas del nuevo y para ellas nunca visto traje, rodearon a la mora, y Dorotea,
que siempre fue agraciada, comedida y discreta, pareciéndole que así
ella como el que la traía se congojaban por la falta del aposento, le dijo:
-No os dé mucha pena, señora mía, la incomodidad de regalo que
aquí falta, pues es proprio de ventas no hallarse en ellas; pero, con todo
esto, si gustáredes de pasar con nosotras -señalando a Luscinda-, quizá
en el discurso de este camino habréis hallado otros no tan buenos acogimientos.
No respondió nada a esto la embozada, ni hizo otra cosa que levantarse de
donde sentado se había, y puestas entrambas manos cruzadas sobre el pecho,
inclinada la cabeza, dobló el cuerpo en señal de que lo agradecía.
Por su silencio imaginaron que, sin duda alguna, debía de ser mora, y que
no sabía hablar cristiano. Llegó en esto el cautivo, que entendiendo
en otra cosa hasta entonces había estado, y viendo que todas tenían
cercada a la que con él venía, y que ella a cuanto le decían
callaba, dijo:
-Señoras mías, esta doncella apenas entiende mi lengua, ni sabe hablar
otra ninguna sino conforme a su tierra, y por esto no debe de haber respondido ni
responde a lo que se le ha preguntado. |