| Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó
						don Quijote en topar con unos desalmados yangüeses 
 Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que así como don Quijote se despidió
						de sus huéspedes y de todos los que se hallaron al entierro del pastor Grisóstomo,
						él y su escudero se entraron por el mesmo bosque donde vieron que se había
						entrado la pastora Marcela, y, habiendo andado más de dos horas por él,
						buscándola por todas partes, sin poder hallarla, vinieron a parar a un prado
						lleno de fresca yerba, junto del cual corría un arroyo apacible y fresco:
						tanto, que convidó y forzó a pasar allí las horas de la siesta,
						que rigurosamente comenzaba ya a entrar.
 
 Apeáronse don Quijote y Sancho y, dejando al jumento y a Rocinante a sus anchuras
						pacer de la mucha yerba que allí había, dieron saco a las alforjas
						y, sin cerimonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo comieron
						lo que en ellas hallaron.
 
 No se había curado Sancho de echar sueltas a Rocinante, seguro de que le conocía
						por tan manso y tan poco rijoso, que todas las yeguas de la dehesa de Córdoba
						no le hicieran tomar mal siniestro. Ordenó, pues, la suerte, y el diablo (que
						no todas veces duerme), que andaban por aquel valle paciendo una manada de hacas
						galicianas de unos arrieros yangüeses, de los cuales es costumbre sestear con
						su recua en lugares y sitios de yerba y agua, y aquel donde acertó a hallarse
						don Quijote era muy a propósito de los yangüeses.
 
 Sucedió, pues, que a Rocinante le vino en deseo de refocilarse con las señoras
						facas, y saliendo, así como las olió, de su natural paso y costumbre,
						sin pedir licencia a su dueño, tomó un trotico algo picadillo y se
						fue a comunicar su necesidad con ellas. Mas ellas, que, a lo que pareció,
						debían de tener más gana de pacer que de ál, recibiéronle
						con las herraduras y con los dientes, de tal manera, que a poco espacio se le rompieron
						las cinchas, y quedó sin silla, en pelota. Pero lo que él debió
						más de sentir fue que, viendo los arrieros la fuerza que a sus yeguas se les
						hacía, acudieron con estacas, y tantos palos le dieron, que le derribaron
						malparado en el suelo.
 
 Ya en esto don Quijote y Sancho, que la paliza de Rocinante habían visto,
						llegaban ijadeando, y dijo don Quijote a Sancho:
 
 -A lo que yo veo, amigo Sancho, estos no son caballeros, sino gente soez y de baja
						ralea. Dígolo porque bien me puedes ayudar a tomar la debida venganza del
						agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante.
 
 -¿Qué diablos de venganza hemos de tomar -respondió Sancho-,
						si estos son más de veinte, y nosotros no más de dos, y aun quizá
						nosotros sino uno y medio?
 
 -Yo valgo por ciento -replicó don Quijote.
 
 Y sin hacer más discursos echó mano a su espada y arremetió
						a los yangüeses, y lo mesmo hizo Sancho Panza, incitado y movido del ejemplo
						de su amo; y a las primeras dio don Quijote una cuchillada a uno, que le abrió
						un sayo de cuero de que venía vestido, con gran parte de la espalda.
 
 Los yangüeses que se vieron maltratar de aquellos dos hombres solos, siendo
						ellos tantos, acudieron a sus estacas y, cogiendo a los dos en medio, comenzaron
						a menudear sobre ellos con grande ahínco y vehemencia. Verdad es que al segundo
						toque dieron con Sancho en el suelo, y lo mesmo le avino a don Quijote, sin que le
						valiese su destreza y buen ánimo, y quiso su ventura que viniese a caer a
						los pies de Rocinante, que aún no se había levantado: donde se echa
						de ver la furia con que machacan estacas puestas en manos rústicas y enojadas.
 
 Viendo, pues, los yangüeses el mal recado que habían hecho, con la mayor
						presteza que pudieron cargaron su recua y siguieron su camino, dejando a los dos
						aventureros de mala traza y de peor talante.
 
 El primero que se resintió fue Sancho Panza; y hallándose junto a su
						señor, con voz enferma y lastimada dijo:
 
 -¿Señor don Quijote? ¡Ah, señor don Quijote!
 
 -¿Qué quieres, Sancho hermano? -respondió don Quijote, con el
						mesmo tono afeminado y doliente que Sancho.
 
 -Querría, si fuese posible -respondió Sancho Panza-, que vuestra merced
						me diese dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es que la tiene vuestra merced
						ahí a mano: quizá será de provecho para los quebrantamientos
						de huesos, como lo es para las feridas.
 
 -Pues a tenerla yo aquí, desgraciado yo, ¿qué nos faltaba? -respondió
						don Quijote-. Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante, que antes
						que pasen dos días, si la fortuna no ordena otra cosa, la tengo de tener en
						mi poder, o mal me han de andar las manos.
 
 -Pues ¿en cuántos le parece a vuestra merced que podremos mover los
						pies? -replicó Sancho Panza.
 
 -De mí sé decir -dijo el molido caballero don Quijote- que no sabré
						poner término a esos días. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no
						había de poner mano a la espada contra hombres que no fuesen armados caballeros
						como yo; y así creo que en pena de haber pasado las leyes de la caballería
						ha permitido el dios de las batallas que se me diese este castigo. Por lo cual, Sancho
						Panza, conviene que estés advertido en esto que ahora te diré, porque
						importa mucho a la salud de entrambos; y es que cuando veas que semejante canalla
						nos hace algún agravio, no aguardes a que yo ponga mano al espada para ellos,
						porque no lo haré en ninguna manera: sino pon tú mano a tu espada y
						castígalos muy a tu sabor, que si en su ayuda y defensa acudieren caballeros,
						yo te sabré defender, y ofendellos con todo mi poder, que ya habrás
						visto por mil señales y experiencias hasta adónde se estiende el valor
						de este mi fuerte brazo.
 
 Tal quedó de arrogante el pobre señor con el vencimiento del valiente
						vizcaíno. Mas no le pareció tan bien a Sancho Panza el aviso de su
						amo, que dejase de responder diciendo:
 
 -Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado, y sé disimular
						cualquiera injuria, porque tengo mujer y hijos que sustentar y criar. Así
						que séale a vuestra merced también aviso, pues no puede ser mandato,
						que en ninguna manera pondré mano a la espada, ni contra villano ni contra
						caballero, y que desde aquí para delante de Dios perdono cuantos agravios
						me han hecho y han de hacer, ora me los haya hecho o haga o haya de hacer persona
						alta o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin eceptar estado ni condición
						alguna.
 
 Lo cual oído por su amo, le respondió:
 
 -Quisiera tener aliento para poder hablar un poco descansado, y que el dolor que
						tengo en esta costilla se aplacara tanto cuanto, para darte a entender, Panza, en
						el error en que estás. Ven acá, pecador: si el viento de la fortuna,
						hasta ahora tan contrario, en nuestro favor se vuelve, llevándonos las velas
						del deseo para que seguramente y sin contraste alguno tomemos puerto en alguna de
						las ínsulas que te tengo prometida, ¿qué sería de ti
						si, ganándola yo, te hiciese señor della? Pues lo vendrás a
						imposibilitar, por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tener valor ni intención
						de vengar tus injurias y defender tu señorío. Porque has de saber que
						en los reinos y provincias nuevamente conquistados nunca están tan quietos
						los ánimos de sus naturales ni tan de parte del nuevo señor, que no
						se tengan temor de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo las cosas
						y volver, como dicen, a probar ventura; y, así, es menester que el nuevo posesor
						tenga entendimiento para saberse gobernar y valor para ofender y defenderse en cualquiera
						acontecimiento.
 
 -En este que ahora nos ha acontecido -respondió Sancho- quisiera yo tener
						ese entendimiento y ese valor que vuestra merced dice; mas yo le juro, a fe de pobre
						hombre, que más estoy para bizmas que para pláticas. Mire vuestra merced
						si se puede levantar, y ayudaremos a Rocinante, aunque no lo merece, porque él
						fue la causa principal de todo este molimiento. Jamás tal creí de Rocinante,
						que le tenía por persona casta y tan pacífica como yo. En fin, bien
						dicen que es menester mucho tiempo para venir a conocer las personas, y que no hay
						cosa segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras de aquellas tan grandes
						cuchilladas como vuestra merced dio a aquel desdichado caballero andante había
						de venir por la posta y en seguimiento suyo esta tan grande tempestad de palos que
						ha descargado sobre nuestras espaldas?
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